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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Hospitalidad

Josep Ramoneda

ALGÚN DÍA la sociedad europea saldrá de su confortable indiferencia y tendrá que avergonzarse de haber contemplado impasible cómo miles de personas morían en el mar intentando alcanzar la tierra prometida. Cuando este momento llegue, no se podrá alegar ignorancia. Las imágenes de esta catástrofe humanitaria han entrado en la sala de estar de todas las familias. Es cierto que, por repetición, la televisión acaba banalizando el horror. Pero el que no sabe es porque ha preferido mirar a otra parte. Y los gobernantes sólo responden en los momentos de crisis aguda: cuando diversas circunstancias hacen que se concentre un número tan grande de personas que la situación es ya indisimulable.

En el debate político, el problema de la inmigración se trata siempre en términos domésticos: los efectos de la llegada de inmigrantes sobre la economía española y sobre la condición de vida de los autóctonos. El argumento con el que los políticos intentan frenar las reacciones de rechazo contra la inmigración siempre es el mismo: les necesitamos para garantizar nuestro progreso. La fórmula más entrañable es la que dice que gracias a los inmigrantes podremos pagar nuestras pensiones. O sea que para atajar los miedos de la ciudadanía se genera la fantasía de que entra un personal subalterno a nuestro servicio. Lo cual contribuye a alimentar el prejuicio sobre su condición.

Si ésta es la perspectiva política sobre la inmigración, el problema de las pateras automáticamente se convierte en secundario: entra mucha más gente por otras vías. Y puesto que la regulación de flujos -ni un inmigrante más ni uno menos de los que necesitamos para garantizar nuestro futuro- es el criterio principal, lo que pasa en el mar tiene muy poca importancia en la contabilidad general. La conclusión de esta lógica es siniestra: un inmigrante muerto, un inmigrante que no llega, un problema menos. Sólo cuando la llegada por esta vía se haga masiva -que es lo que podría estar a punto de pasar- las autoridades empezarán a tomarse el problema en serio.

La migración económica no es nada nuevo, es algo que se produce siempre que entre dos zonas relativamente próximas hay un diferencial de rentas muy alto, y, por tanto, una ofrece expectativas de trabajo y progreso aparentemente muy atractivas a la otra. En la globalización, casi todas las zonas son próximas; por tanto, los flujos se multiplican. Y como ha explicado Bauman, esta globalización -a diferencia de otras- no tiene tierras vírgenes -El Dorados y Lejanos Oestes- que conquistar. El sobrante, los residuos humanos que la globalización genera, tienden a desplazarse hacia lugares llenos: las ciudades, convertidas en contenedores de todos los problemas del mundo.

La imagen de una Europa fortaleza contemplando cómo naufragan a sus puertas los ciudadanos pacíficos que sueñan con alcanzar sus niveles de bienestar se contradice con todos los valores y principios que la propia Europa enarbola. Y la pasividad convierte el espectáculo en un crimen. La peor representación del futuro, un mundo convertido en un gran apartheid con enclaves ricos completamente cerrados (Europa, por ejemplo), toma cuerpo al ver cómo los desesperados se estrellan contra las barreras y contra el mar. El Gobierno de España ha reaccionado ante la emergencia como hizo cuando la crisis de Ceuta y Melilla. Pero estas acciones aisladas sólo sirven para desplazar el problema de un punto a otro. Y España sola no puede afrontar una emergencia humanitaria que concierne a Europa entera.

Discursos bienintencionados dicen que la solución está en impulsar el desarrollo de estos países. Sin duda. Y hay que hacerlo. Pero por muy bien que se hagan las cosas, los resultados serán a largo plazo. Y los que vagan por el desierto no pueden esperar. Ahora hay un problema concreto: seres humanos errando a la espera de dar el salto en situación de extremo riesgo. Este problema tiene muchas causas: la miseria, los países que empujan a sus gentes a salir, la permisividad e impotencia de algunos Gobiernos, el siniestro negocio de las mafias. Es, por tanto, un problema internacional, y así hay que tratarlo. Para ello, la primera que tiene que comprometerse es la Unión Europea, que está en Babia. Y, sin embargo, una emergencia moral como ésta es la oportunidad de ejercer de potencia sin practicar la insolencia. Si la hospitalidad ha de ser, como se ha dicho, una característica del espíritu de Europa, es urgente demostrarlo.

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