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Columna
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Barras y ruidos

El ruido es insoportable, el ruido que no deja dormir ni hablar ni pensar, y cada día los pisos tienen muros más débiles y finos, prefabricados, atravesables con un dedo sin necesidad de entrenamiento previo en artes marciales, y los aparatos audiovisuales son más poderosos, con amplificadores más atronadores y retumbadores para salas de estar de tres por cuatro metros y techos de 255 centímetros de altura. Parece existir una conjura destructora de conciencias. Y, cuando el vecino ha apagado el tocadiscos o el televisor, pasa un coche equipado con altavoces más potentes que los de una discoteca de 1990, o empieza una fiesta callejera bajo tu ventana, y te asomas y hay cientos de bebedores en la calle, brindando por ti, bajo la luna.

Pero los que han salido a beber huyen del ruido. Están evitando, dicen, el fragor de los bares con música, donde es imposible intercambiar dos frases, y el humo, la asfixia pulmonar y mental del antro tecno-tabáquico, que además es carísimo. Salen al aire nocturno para charlar y beber tranquilamente en el fin de semana, y luego, antes de retirarse a sus casas, recogen y se llevan las botellas vacías. No ensucian, no gritan. Esta versión feliz contrasta con testimonios que hablan de basuras repugnantes y desechos orgánicos en mitad de la calle, al final de una noche de alaridos y peleas.

Entre el día de San Patricio, celebrado cerveceramente en los bares irlandeses el 17 de marzo, y el día de San José, obrero y padre, se han convocado aquí grandes movilizaciones de jóvenes de juerga. Ha dado la coincidencia de que también los estudiantes franceses se movilizaban, pero contra una reforma laboral, un Contrato de Primer Empleo (CPE: Contrato Para Esclavos, según los manifestantes), que permite al patrón despedir sin explicaciones durante los dos primeros años de trabajo al joven, contratado indefinidamente, con derecho de indemnización y subsidio de desempleo. No parece peor este CPE que el modelo de trabajo temporal, inseguro y eternamente ocasional, que aquí se ha impuesto para jóvenes y menos jóvenes.

Ya en 1994 los estudiantes franceses se rebelaron contra un decreto que ponía el salario de los jóvenes por debajo del salario mínimo, y acabaron con el decreto y con el Gobierno. La relación entre los estudiantes y los sindicatos obreros funciona en Francia.

Aquí no sé si funcionan los sindicatos, porque es difícil que un sindicato sobreviva cuando el derecho laboral se reduce a una relación individual, caprichosa, con un patrón paternal y providencial, por el que te tienes que hacer querer para que te vuelva a llamar el mes que viene. Aquí las movilizaciones alcohólicas son masivas, pero las resacas son solitarias.

Unos 20.000 jóvenes bebieron juntos en Granada, espejo irónico y casual de la revuelta en Francia. El rito, a escala menor, se repitió desde Almería a Huelva. La fiesta en Barcelona dejó 68 heridos y 54 detenidos, después de choques entre guardias y congregados para protestar contra la prohibición de congregarse a beber. En Andalucía la fiesta no tenía, en apariencia, otro fin que la fiesta en sí misma: la satisfacción de la reunión numerosa, la vanidad de la muchedumbre, a la que le encanta exhibirse, monstruo de miles de cabezas, peligrosísimo, según las autoridades. Los hijos de los alcaldes y los subdelegados del Gobierno deben de ser temibles: cuatro cuerpos policiales distintos recibieron el encargo de vigilar, disuadir y requisar armamento y estupefacientes.

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Aquí tenemos una gran tradición de ferias fragorosas, religiosas y profanas, de esas que cortan estrepitosamente el tráfico y clasifican como forastero, merecedor de expulsión, a quien se queje del estruendo reglamentado. Lo peculiar de las fiestas juveniles en la calle era su frecuencia, su espontaneidad y su baratura, y la autoridad ha decidido quitarles la peculiaridad y convertirlas en rito rentable: en Granada la fiesta fue vallada y rentabilizada por una empresa con licencia para montar barras de venta de bebida, toldos y música centralizada con altavoces de recinto ferial fijo.

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