Un maestro de arquitectos
A simple vista personajes como Oriol Bohigas parecen de otro mundo en el sentido más directo de la palabra: otro mundo, otra galaxia, y sin embargo no sólo son del nuestro sino que han hecho una buena parte de él, a pesar de la reductiva memoria que practica la actualidad, pura patizamba. En una colección secreta y valiosa de Murcia, al lado de títulos con materiales escritos o conversacionales de Mallarmé, Miró, John Cage, Tàpies o Le Corbusier, ha aparecido el Epistolario, 1951-1994 de Oriol Bohigas, con probabilidad un segmento más bien pequeño de lo que puede ser, que no sé si es, una mucho más abultada documentación. Ésta, en todo caso, está muy bien montada y distribuida, bien razonada, casi siempre bien anotada y demasiadas veces mal traducida (del catalán al español, porque el catalán es la lengua usual de muchas de estas cartas a amigos y colegas). Por cierto, ya que aludo peligrosamente a amigos y colegas, aquí no hay rastro ni del circo de la gauche ni de la niebla divine porque se trata de un epistolario profesional. Y no se lo reprocho a los editores, Antonio Pizza y Martha Torres, sino todo lo contrario: lo que hacían fuera de los despachos los Bohigas, Regases, Barrales o Biedmas ha sido tantas veces revelado con la retina pasmada que ha tendido a olvidarse que algunos de ellos, y quizá entre ellos los mejores, trabajaban como bestias.
EPISTOLARIO, 1951-1994
Oriol Bohigas
Edición de Antonio Pizza
y Martha Torres
Colegio de Aparejadores
y Arquitectos Técnicos
Murcia, 2005
357 páginas. 18 euros
Y Oriol Bohigas andaba meti
do desde 1951 en un proyecto de modernización de la arquitectura y el urbanismo español que enlazase sin remilgos con la tradición moderna -el Movimiento Moderno- anterior a la guerra, y por eso fundó con otros amigos y colegas un grupo llamado R (porque aspiraba a una Restauración de la modernidad), y por eso también empezó a pelear, tan temprano y tan bien, con actos, palabras y espléndidos artículos (en Destino a menudo), para que las cosas se saliesen de la madre patria franquista y volasen por los aires del mundo. Y eso quiere decir cartas que van a Mies van der Rohe para proponerle (en 1956) la reconstrucción de lo que había sido el pabellón alemán en la Exposición de 1929, y que se hará en 1992. Para entonces Bohigas ha intervenido ya en la escuela de Arquitectura de Barcelona (donde imparten clases Josep Lluís Sert, autor de la milagrosa Fundación Joan Miró, y otros más jóvenes que se llaman Ignasi de Solà-Morales, Rafael Moneo, Milà, Correa, Joan Margarit, Rubert de Ventós o Eugenio Trías) y ha estado en la fundación de la revista Arquitecturas Bis, o se ha comprometido a dirigir aquella Fundación Miró al mismo tiempo que se encarga por dos veces del área de Urbanismo del Ayuntamiento democrático, con Narcís Serra y con Maragall, y en ambos casos se despide a iniciativa propia.
Aunque Bohigas ha contado mucho de sí mismo en dos tomos brillantes y atinados de memorias, hay tramos de estas cartas que honran un magisterio intelectual y cultural, más allá de lo académico, por supuesto, y en plena fiesta civil de su imaginación, su vitalidad, su independencia, y hasta su más que posible terquedad. Trata ideas con el don de la escritura cuando medita sobre las dinámicas de Madrid y Barcelona, cuando contesta a un expediente con una larguísima ironía en forma de carta que el destinatario pudo no llegar a entender nunca, cuando agradece una protesta escrita de Teresa Pàmies por su actuación como urbanista (la batalla de las plazas duras), cuando intercambia cosas con Rafael Moneo, cuando felicita a Serra y a Maragall por carta la misma noche de la inauguración de los Juegos Olímpicos...
Y entre todas tejen una riquí
sima malla de interlocutores, muchas veces arquitectos como a veces poetas como Tomàs Garcés, a veces filósofos, a veces editores (estuvo en la cocina de Edicions 62) y a veces políticos como Ramón Viladàs (con una estupenda carta de pelea y persuasión), casi como si de veras quisiera decirnos, sólo con la selección de cartas que propone, que aquello (el pasado) no fue sólo lo que recuerda la actualidad sino lo que se detecta aquí y allá entre esas páginas, otro mundo, otra galaxia. "La cultura es una actividad de pobres, de desahuciados, de hijos del arroyo, de presuntos suicidas, de padres desnaturalizados y de díscolos subversivos", escribe sin perder un ácimo de esperanza (sino todo lo contrario) en 1967. Cuando el lector combina esa definición con una meditación sobre "el tono de moralidad colectiva" de la primerísima transición acepta el privilegio de disfrutar no de un cascarrabias fuera de su tiempo, sino de una conciencia independiente, culta y política en un sentido tan clásico que ya sólo puede llamarse cívico.
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