_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'Inat'

1. En serbio, Slobodan significa "hombre libre". Milosevic, sin embargo, no vivió a la altura de su etimología. Era un personaje orwelliano: durante su mandato en Serbia, la mentira se convirtió en verdad, la guerra se hizo paz, la derrota se hizo victoria. Pero Slobodan sólo comenzó a ser libre el sábado de madrugada: cuando murió. Hay una palabra que define mejor lo que fue en vida, todo lo que hizo y, sobre todo, cómo llegó a hacerlo: inat. Algo entre la porfía y el valor, entre el odio y la convicción, entre la altivez y la arrogancia, el despecho y el sarcasmo, la desesperación y la risa. Para algunos, los restos mortales del ex presidente yugoslavo tendrían su lugar en la Aleja Velikana, la alameda de los "grandes" de Serbia, en el cementerio de Novo Groblje. Sería un final a la medida de su demagogia. Milosevic sólo fue grande en el desastre que produjo en la región. En todo lo demás, fue pequeño como persona, un político sin hombre dentro, un profeta sin evangelio (poseía este talento otro Anticristo, el católico Franjo Tudjman). Milosevic era un enano sofocado por dos décadas de una gigantesca mentira, que él administró usando la propaganda y la comunicación de masas hasta el final, incluso hasta su muerte. "La mentira tiene patas cortas", dice un refrán serbio que Milosevic recordó ante un testigo (un amputado), en uno de los momentos más absurdos y canallescos de su autodefensa en La Haya.

2. Oí por primera vez la palabra inat por boca de una estudiante en Belgrado que me contaba la "historia sencilla" de su familia. Su tío abuelo, Jovan, joven estudiante de Medicina y jefe de la inteligencia de los partizan en las montañas de Homolje (en la frontera de Serbia con Rumania) durante la II Guerra Mundial, fue disparado mientras dormía por un chetnik que lo traicionó y que avisó de inmediato a las tropas nazis que ocupaban la región. Jovan, herido y rodeado por los alemanes, se suicidó pegándose un tiro, es decir, acabó él mismo con el trabajo del traidor. Tenía 25 años. A la cuñada de Jovan, también partizan, le dispararon durante la lucha de resistencia por tropas alemanas. Sobrevivió 60 años con una bala en la cabeza y dos en el cuerpo. "Inat significa que actuamos conscientemente de la forma que más nos perjudica", me explicó la sobrina nieta de Jovan. Su abuela murió hace unas pocas semanas.

3. Acabo de telefonear a Julija Stankov, con quien tomé clases de serbocroata en Belgrado, para pedirle que buscase el significado exacto de la palabra inat. "Desafío, provocación, oposición, desprecio: el acto o el ejemplo del desafío; firme resistencia a una autoridad o fuerza oponente", dice el viejo diccionario de serbio. Hay palabras tan certeras y densas que, cuando las decimos, nos suenan con el eco profundo de todo un grupo, de una "nación", de un mito, es decir, con un atavismo íntimo. Como en portugués saudade o, en el caso serbio, inat. Palabras-alma que caben en el diccionario pero son intraducibles. No son, al fin y al cabo, palabras. Son códigos de comportamiento: el alfabeto que se espera de cada individuo y que, con esa expectativa, lo disuelve dentro del grupo, en nombre del grupo. Inat fue el espejo en el que se miraron mutuamente Milosevic y su pueblo. La maldad mayor, la del exterminio, no se procesa en soledad. Milosevic supo confundir sus intereses personales con el "destino" de una nación. En La Haya, exhibió el arte en el que sobresalen los serbios: presentarse como víctimas de la Historia, de conspiraciones, de malentendidos o de la maldad de otros. En una región tan desgarrada por la memoria del Holocausto y de la ocupación nazi, hay por lo menos una comparación pertinente con la Solución Final: el papel del laborioso embrutecimiento para conseguir que el hombre normal vea al otro como no humano, tan bien descrito por Victor Klemperer en su diario del antisemitismo entre 1939 y 1941 (I Shall Bear Witness).

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

4. La periodista y escritora croata Slavenka Drakulic, en un libro brillante sobre las alegaciones de La Haya (They Would Never Hurt a Fly), lanza una hipótesis creíble sobre Milosevic: detrás del oportunista no había nadie más, nada más, salvo "banalidad, vulgaridad, vacuidad". Es exactamente eso lo que deduzco de las hilarantes transcripciones de las escuchas telefónicas hechas por los servicios secretos de Zagreb a Milosevic, entre 1996 y 1998, reveladas por un periódico croata hace cuatro años. En un periodo en que se preparaba la limpieza de Kosovo, ¿qué le interesaba a la disfuncional familia Milosevic? Los complejos de su hijo Marko por "tener las orejas grandes" o las muelas que quería arrancarse en Italia. Los amoríos de su hija Marija, siempre a la caza o cayendo en los brazos de gangsters y guardaespaldas. O las órdenes dirigidas al editor del gran diario Politika. Ningún pensamiento. Ninguna elevación. Sólo una letanía grosera de insultos e impaciencia, donde lo que más se oye es al presidente echando pestes: Bog te jebo! ("¡Que te joda Dios!").

5. Los radicales y muchos nacionalistas serbios lamentaron la muerte de Milosevic. Para la mayoría, no obstante, la noticia es causa de una melancólica amargura. De manera perversa, Belgrado, agreste y eufórica ciudad de frontera, queda más cerca de sus víctimas en Sarajevo, en Srebrenica o en Kosovo. Me dijo un joven serbio que "La Haya no ha llegado a una conclusión. Sigue pendiente. No es bueno para nosotros ni para los otros". En la tradición folclórica del espacio "yugoslavo", la muerte aparece como la gran oportunidad de la comedia. La única manera de imaginar a Milosevic subiendo por la Aleja Velikana, donde está sepultado Zoran Djindjic -el gigante que su régimen mandó asesinar en 2003, hace ya tres años-, sería superponer a esa última parodia nacionalista los vientos de Boris Kovac y su Ladaaba Orchest, tocando "El último tango balcánico", "a la mañana siguiente del apocalipsis". El apocalipsis, finalmente, terminó sin juicio pero con testigos. "¡Vamos a bailar! ¡Vamos a bailar!", grita Kovac. En Serbia, como en la Alemania nazi, no hay culpa colectiva, claro. Pero ¿habrá inocencia colectiva? Milosevic se desploma con la misma delicadeza con que, después del Holocausto, murieron de muerte banal centenares de criminales nunca castigados, "descansando ahora pacíficamente, al unísono con la naturaleza, mezclados con la tierra de donde nació el lujurioso, verde césped, y donde buscaron alimento las raíces de árboles bonitos, frondosos, ignorantes de la inmundicia que acabó pudriéndose allí", como escribió el genial autor serbio Alexsandar Tisma en su obra maestra El kapo (de 1987, el año de la ascensión de Milosevic al poder; traducida por Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek en 2004). Es inquietante. "Porque en un momento dado de la podredumbre, se vuelven una sola cosa la inmundicia y la pureza, ambas reducidas a sus elementos químicos, expurgadas todas las peculiaridades de sus orígenes".

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_