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Muerte del ex dictador serbio
Columna
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La constelación maldita

La causa de la muerte del prisionero enfermo que era Slobodan Milosevic en estos últimos casi cinco años de su vida carece de importancia. Salvo para los ilusos que aún crean que el suicidio podría haber supuesto para este individuo algún último amago de emoción residual. O su envenenamiento algo épico que reflejar en su triste legado. ¡Quiá! Ni suicidio, ni crimen sofisticado a todas luces fuera de lugar para la deplorable situación en la que se hallaba el asesino cautivo. Rudolf Hess, otro nazi, eso sí un enajenado más excelso, se suicidó a los 93 años, después de 45 como prisionero. Su muerte voluntaria a esa edad en la después demolida cárcel de Spandau tenía una innegable épica. Milosevic muere cual criminal rufián, vulgar en vida y muerte, sin misterio.

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Como comentaba Bora Cosic, escritor y serbio con alma, lo terrorífico es tener ahora la certeza de que Milosevic, siguiendo los pasos de sus padres, comenzó a suicidarse muy pronto y de que apuntaba maneras de quererse llevar consigo a los demás. El genocida era previsible. Primero convirtió al tímido que era su hijo en un delincuente brutal y sin escrúpulos; a su hija cariñosa y apegada, en una neurótica que todo lo quería de inmediato; a tiros y humillando al prójimo. Para entonces dice Cosic, Milosevic era ya Macbeth porque Lady Macbeth, la novia de la infancia, su única mujer, su peor idea, Mira Markovic, lo había decidido. Según Cosic, antes de causar la muerte, torturas y destrucción a millones de personas de toda la región, Slobo se había ejercitado en el crimen en casa, en la calle Ucicka de Belgrado. "Su actuación recuerda a la de esos locos que rompen la vajilla en casa, desgarran los álbumes de fotos y los libros y al final echan gasolina por toda la casa y la prenden fuego".

Cosic, escritor, huyó asqueado en plena era triunfal del incendiario. Bajo Milosevic, su familia, su ejército, su policía, su país y su región, todos enloquecieron y fueron capaces de cosas que no se quieren o pueden recordar, porque avergüenzan y generan aún más odio a quien no las quiere olvidar. Hacen muy difícil mirar al futuro, verlo sin odio, sin asco, con un poco de esperanza. Pero hace tiempo que estalló en mil pedazos la constelación maldita que llevó al poder a este hombre sin escrúpulos y enfermo de poder, vulgar jugador que siempre apostaba más alto porque no sabía salir del juego. En realidad era un triste esclavo de las ambiciones y delirios de poder, propios y de Mira. Tierna ironía que cuando algunos quieren llorar a este monstruo surjan recuerdos tan bellos como las conmovedoras páginas del libro Dobri ljudi... ("Buena gente en malos tiempos". Edit. Kailas) que ahora ven la luz y en las que Svetlana Broz, nieta de Tito, recoge las joyas de la emoción del drama creado por este mutilado de emociones. Alguien lamenta que Milosevic haya muerto y escapado así de la justicia. ¿Cuánto tenía que haber vivido y sufrido Milosevic para pagar todo el mal que sin necesidad hizo?

Tito mató y con gratuidad en lo que entonces se llamaba la recarga de terror, que era una inversión de miedo para la estabilidad futura. Milosevic mataba de otra forma, como si aquel proyecto de estabilidad por el terror de los antiguos comunistas le resultara una mezquindad casi burguesa. Él fue experto en humillar a personajes y personajillos que hacían cola ante su despacho para pedirle que matara menos o que "abriera un proceso de paz". La constelación maldita la crearon un pueblo victimista y nacionalista, un caudillo iluminado, lacayos por doquier, un entorno nacional e internacional de políticos débiles y divididos, una prensa cobarde y cómoda, unas elites emigrantes. Todos recuerden que si la constelación se ha roto es porque se derrotó -no convenció- a la voluntad del crimen. Y también que se entierra a uno, sólo uno, de los factores de tan abismal desgracia. Los demás permanecen.

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