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Columna
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Trampas de la memoria

El pasado 3 de marzo se cumplían 30 años desde que, coincidiendo con los inicios de la transición, varios trabajadores fueron asesinados en Vitoria a manos de la policía mientras eran desalojados de la iglesia en la que celebraban una asamblea. Esa misma tarde, Lluís Llach comenzaba a componer Campanades a morts una obra musical que, a modo de réquiem, recordaba aquella matanza y terminaba con una maldición dirigida a los autores de la misma: "Que en la muerte os persigan nuestras memorias". Recuerdo la primera vez que oí un trozo de aquella composición. Fue en San Juan de Luz, algunas semanas después de los sucesos de Vitoria, en un concierto ofrecido por el músico catalán junto a Mikel Laboa.

El otro día, justo tres décadas después de aquél 3 de marzo, Llach volvía a interpretar Campanades a morts y lo hacía precisamente en Vitoria, ante miles de personas que nos habíamos dado cita para dar rienda suelta a nuestra memoria, para, tal vez inconscientemente, tratar de revivir momentos más esperanzadores e ilusionantes que los actuales. George Herbert, un poeta galés que vivió a comienzos del siglo XVII escribió: "La juventud vive de la esperanza; la vejez del recuerdo". Pero la memoria juega a veces malas pasadas, sobre todo cuando queremos proyectar nuestros recuerdos sobre un presente que poco tiene que ver con lo vivido en otras épocas. Y quienes el viernes por la noche nos reunimos en Vitoria para oír a Llach -la gran mayoría por encima de los cincuenta- pudimos haber compartido un pasado, pero estamos lejos de compartir un mínimo común denominador del presente.

Llevados por un instinto de supervivencia que nos hace intentar no vivir conflictivamente todos los momentos de nuestra existencia, podemos ingenuamente creer que aquello que nos unió -la lucha por la libertad- puede ser más fuerte que lo que hoy nos desune -de nuevo la lucha por la libertad, aunque el enemigo sea diferente-. Somos capaces de abstraernos de la terca realidad cotidiana para rememorar un pasado en el que todos teníamos, o creíamos tener, el mismo pálpito. Podemos llegar incluso a unir nuestros brazos para cantar colectivamente L'estaca, como sucedió la otra noche. Pero, como en el cuento, el hechizo se rompe bruscamente cuando alguien comienza a lanzar consignas de apoyo a los presos o a la independencia. Unos las secundan, otros piden silencio, los más se hunden en su desconcierto, y hasta hay quien opta por abandonar un local que, paradójicamente, lleva el nombre de Fernando Buesa, asesinado por ETA hace ahora seis años, y para el que nadie ha tenido un recuerdo durante el concierto. Antes de concluir éste, Llach, el artista que nos ha congregado, intenta recomponer la situación apelando a la música como vehículo de unión, y al amor como guía de actuación. Nobles propósitos, pero tal vez demasiado bellos para los tiempos que corren.

En un magnífico artículo titulado Historia y Memoria del 3 de Marzo y publicado en El Correo, Antonio Rivera escribía hace unos días: "Los menores de cuarenta años que no hayan sido educados en ese recuerdo, o los contemporáneos de entonces que no participaran en la lucha y en su lógica, prescindirán de esa memoria, no la harán suya a ningún efecto". Tras lo vivido la otra noche en el Buesa Arena, me pregunto si los que compartimos aquella(s) lucha(s) teníamos una misma lógica y, en el caso de que así fuera, qué ha podido ocurrir para que dicha lógica haya saltado hoy por los aires. Decía Borges que las personas "somos nuestra memoria, ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos". Es posible que los espejos rotos en cada trayectoria vital nos hayan hecho aferrarnos a diferentes visiones de la realidad, tan alejadas unas de otras que nos hacen interrogarnos sobre aquello que un día nos unió. Hasta el punto de percibir que, en ocasiones, la memoria puede convertirse en una seductora trampa.

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