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Lengua y "racionalidad"

No hay sociedad humana en la que el lenguaje no sea motivo de reflexión e incluso, con harta frecuencia, de enconado debate. Sí, el afán por hurgar en las cosas de la lengua y del habla, por definir su naturaleza, por regular y controlar su uso, es sin duda universal. Y no nos creamos que este deseo asalta sólo a los expertos. Al contrario, el lenguaje es uno de esos objetos (como el sexo) sobre los cuales todo el mundo se cree que "sabe" porque todos lo practican. Ante la ubicuidad de lo metalingüístico, conviene recordar que a poco que uno arañe la superficie de tales debates, se encuentra inevitablemente con anhelos y ansiedades que pertenecen a otros órdenes, con problemas que van más allá, y mucho, del quién debe hablar cómo, cuándo y dónde. Efectivamente, como objeto de polémica, la lengua es siempre metafísica de algo más. En consecuencia, dada la relevancia económica, política y social de las cosas del lenguaje, nos parece sanísimo que los especialistas en su estudio (entre los cuales se encuentran los lingüistas) se sumen a otros "lenguólogos" y hagan incursiones en aquellos espacios donde se negocia este tipo de discrepancias, aumentando así (ojalá) no sólo la cantidad, sino también la calidad de la práctica democrática que se asienta sobre la esfera pública.

Suponemos que este espíritu de debate fue lo que inspiró la inclusión en las páginas de opinión de EL PAÍS (24 de febrero de 2006) de sendos artículos de Miquel Siguán y Francisco Rodríguez Adrados sobre la realidad lingüística catalana. Nada hay que objetar (muy al contrario) a tal iniciativa y nada hay que objetar tampoco a la convergencia en ese espacio de individuos que representan distintos campos del saber: un sociolingüista y un historiador. Con todo, para evitar relativismos excesivos sería saludable apuntar ciertas diferencias fundamentales que les confieren (o les deberían conferir) a ambos artículos un valor muy diferente en los debates públicos que en España se libran sobre la cuestión lingüística.

Rodríguez Adrados tituló su artículo Un poco de racionalidad. Veamos. Menciona una posible solución a la cuestión lingüística en Cataluña haciendo referencia al caso del bilingüismo universitario en Canadá. ¿Acaso se olvidó Rodríguez Adrados de mencionar la política lingüística de este país, la situación sociolingüística de Quebec o la potente ley 101? ¿Estará familiarizado con la bibliografía que compara el caso catalán y el quebequés? Nos advierte también de que "si el español desapareciera, sería malo para Cataluña. De ser parte importante de una nación grande, Cataluña pasaría a ser una especie de Albania". Hacer tal afirmación a estas alturas sin referencia a los estudios fiscales sobre la economía catalana y española y a los ensayos sociolingüísticos publicados a raíz de la llamada hipótesis de la independencia de Albert Branchadell es pura demagogia. ¿Rigor factual? Rodríguez Adrados dice que no hay español en los letreros de las tiendas en Cataluña, que se multa al que pone letreros en español y que "ni hay ya centros de enseñanza en castellano, ni misas, ni anuncios en los centros oficiales". Cualquier persona que haya pasado más de un fin de semana en Cataluña se echará a reír al leer tales afirmaciones.

En cuanto al uso del catalán en la enseñanza (vamos a dejar las misas para otro día), la ley de política lingüística en Cataluña aprobada en el año 1998 establece que el catalán es la lengua vehicular de la enseñanza primaria y secundaria (no de la universitaria). Lo irónico de la polémica es que mientras que unos denuncian la persecución del castellano en el sistema educativo catalán, cualquier persona que tenga hijos o hijas escolarizados en el sistema de secundaria en Cataluña sabe que gran parte de las clases no se hacen en catalán (como estipula la ley), sino en castellano. De nuevo, un repaso a la bibliografía sociolingüística nos podría ser útil, ya que la brecha entre legislación e implementación lingüística es un tema casi clásico dentro de la disciplina (por ejemplo, la brecha entre la legislación a favor de las lenguas indígenas en Suramérica y su difícil implementación).El colofón del artículo de Rodríguez Adrados es una condensada historia de la convivencia lingüística en España. Según el historiador, los catalanes fueron a ayudar a los castellanos "frente al moro" y de resultas aprendieron el castellano; es más, nadie obligó a nadie, "aprendieron porque les era útil. Así se difunden las lenguas". De nuevo, cualquiera con conocimientos de sociolingüística podría rebatir este argumento con algunos contraejemplos (lenguas célticas, lenguas en Hawai, por no hablar de la convivencia de las lenguas indígenas y el español en América). La tesis que sostiene que la extensión de las "grandes" lenguas es producto de su utilidad y no de su inserción en un sistema de relaciones de poder está asociada con una ideología neoliberal cada vez más disputada. La ideología de la utilidad (y rentabilidad) lingüística padece de varios problemas. El primero es el presentismo, es decir, fijarse sólo en el presente sin atender a la configuración histórica de la comunidad política en cuestión, España, en el caso que nos ocupa. Abundan en nuestros días referencias a la utilidad del español frente a otras lenguas. Pero ¿por qué no nos paramos a pensar cómo el español ha llegado a ser tan útil? Paradójicamente, muchos de los defensores de la utilidad del español defienden su preservación en Puerto Rico como importante elemento constituyente de la identidad hispánica (se ve que en algunos casos, los rasgos identitarios de las lenguas valen, y en otros, no). ¡Ojo con el argumento de la utilidad en situaciones de contacto español-inglés! El segundo problema es el de la profilaxis histórica (Rodríguez Adrados lo llamaría "racionalidad"). En el artículo, el historiador torpemente simplifica la historia de la "convivencia" de lenguas en la península Ibérica desde el siglo XIV. Dice que las dos lenguas coexistieron desde esos días, lo cual, aunque es parcialmente cierto, esconde un anacronismo al trasladar la situación actual (con Estados-nación bien definidos y con políticas lingüístico-culturales específicas) al mundo del siglo XIV (una situación mucho más diversa, por cierto, de lo que a Rodríguez Adrados le hubiera gustado). Finalmente, el tercer problema es el del fait accompli, es decir, lo hecho, hecho está, ¿qué se le va a hacer? En Cataluña todos entienden el castellano; es así y punto.

No pretendemos descalificar la posición de Rodríguez Adrados contrastándola con una supuesta arcadia científica y racional creada por la sociolingüística. Como en cualquier disciplina, hay polémicas, y en ellas tienen cabida desde la milonga lacrimógena de las lenguas en peligro y el rap panegírico de las jergas pandilleras hasta el pasodoble posmoderno que, a ritmo de guaguancó, nos canta las glorias y conquistas del español. Como las hay en la propia sociolingüística catalana, ya sea en torno a las metodologías, a la definición de términos ("normalización", "lengua propia", "lengua habitual", etc.), a la perspectiva internacional de la sociolingüística, a la educación de los inmigrantes. Pero pensamos que el principal problema en el debate en torno al catalán radica en la dificultad de que los discursos más sobrios (aunque representen posiciones discrepantes) converjan en la esfera pública. En este sentido, lo que en EL PAÍS parecía presentarse como un "diálogo" acabó siendo una demostración de la imposibilidad del mismo al plantar ante el lector el profundo contraste entre la racionalidad de las observaciones de Miquel Siguan (que por serlo, no dejan de ser debatibles) y, contra lo sugerido por su título, la "emotividad" de las de Francisco Rodríguez Adrados (que por serlo, no dejan de ser relevantes).

Llorenç Comajoan Colomé es profesor en Middlebury College y la Universidad de Barcelona, y José del Valle es profesor en la City University of New York.

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