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Los mejores treinta años

Me he resistido siempre a plegarme al lugar común, pero me parece evidente, como a casi todo el mundo, que los últimos tres decenios han sido los mejores de la España contemporánea. Para hacer afirmación tan categórica ¿con qué época los ponemos en parangón? Aunque a partir de los años sesenta se operase el salto de una sociedad rural a una industrial, por mucho que algunos nostálgicos se empeñen, faltos de libertad, no sirven los últimos veinte años del franquismo. Tampoco permiten una comparación los cinco de la Segunda República, un tiempo demasiado breve y conflictivo. Salvando la estructura caciquil de la política o el poder ilimitado de la Iglesia, junto a otras grandes diferencias entre aquella época y la nuestra, no queda más que la primera Restauración para cotejarla con la nuestra. En el medio siglo que duró (1874-1923), a la vez que España crecía en lo económico, fue ganando parcelas sustanciales de libertad, aproximándose al resto de Europa.

El acontecimiento que marca este medio siglo de paz y crecimiento fue la guerra que nos impuso Estados Unidos, arrebatándonos los últimos retazos de un inmenso imperio colonial en el momento en que las potencias europeas estaban consolidando los suyos. Consecuencia directa del "desastre del 98" fueron el retorno del militarismo, pero ahora, a diferencia del decimonónico, de carácter conservador, y la expansión del nacionalismo periférico, que se añadieron a las otras dos cuestiones, la religiosa y la social, que arrastraba ya España. Las cuatro han marcado con su impronta buena parte del siglo XX. Para comparar la primera Restauración con la segunda lo más adecuado tal vez sea preguntarse por el estado actual de cada una de estas cuestiones.

La cuestión militar. El afán español por hacerse con una franja en el norte de Marruecos, entre otras muchas razones de orden estratégico, por ejemplo, no dejarse cercar por Francia, la decisiva parece que fuera dar una salida a un ejército macrocefálico que, al no haber reconocido la derrota ni obrado en consecuencia, mostraba tanta susceptibilidad como incompetencia. El desastre del 98 en cierto modo culmina en el de Annual (julio de 1921). Para evitar que se pidiesen responsabilidades que alcanzaban probablemente a la Corona, en 1923 el ejército puso fin al orden constitucional, produciendo el efecto contrario al buscado, al contribuir de manera decisiva a la proclamación de la República. La segunda intervención militar, al precio de una terrible Guerra Civil, logra durar 40 años, arrancando hasta las últimas raíces liberales, incluido el sentido de la decencia, pero, al abrirse al capitalismo occidental, en los últimos 20 ocasiona cambios socioeconómicos sustanciales. A la muerte del dictador cabe cumplir con su voluntad de instaurar la Monarquía, aunque sea una parlamentaria, justamente el modelo que más había repudiado. La intervención militar, que en 1923 acabó con la primera Restauración, en 1975 impuso la segunda, aunque acoplada ya a los nuevos tiempos.

Si se tiene en cuenta lo que ha significado el poder militar en la España del siglo XX, parece inverosímil que en los primeros 15 años de la segunda Restauración se haya logrado eliminarlo como un factor político desestabilizador. El 23-F, que actuó como una vacuna, la integración en la OTAN, la política militar de Felipe González y la profesionalización de las Fuerzas Armadas que llevó a cabo el Gobierno de Aznar, han sido las causas, de orden muy distinto, que han conseguido integrar al ejército en el orden constitucional. Pese a algunos amagos, mientras se controle a los nacionalismos periféricos, la cuestión militar se ha esfumado de nuestro horizonte.

La cuestión religiosa. Un elemento tan poderoso, si no más que el ejército, en la primera Restauración fue la Iglesia, dominada por un integrismo neotomista que mantenía férreamente al muy débil catolicismo moderado, que antes y poco después de la primera gran guerra, intentó abrirse a los sectores populares. El principal empeño de la Iglesia en la primera y en la segunda Restauración ha sido conservar a todo trance el monopolio de la educación, al menos la de las clases altas y medias. En la primera Restauración luchó encarnizadamente contra la Institución Libre de Enseñanza, el aporte liberal modernizador más importante de la España contemporánea; en la segunda, en cambio, dada la mediocridad de la espiritualidad laica de hoy en día, no tiene contrincante. Pese a que la Iglesia, estructurada en pequeños grupos integristas, detente un poder muy superior al que le otorga su implantación social, aun así ni de lejos es comparable con el que ejerció a lo largo del siglo XX. La estrechísima colaboración de la Iglesia con la dictadura franquista hasta por lo menos el Concilio Vaticano II, hizo del régimen más que uno militar -el franquismo de hecho acaba con el poder políticodel ejército- uno católico. La gran culpa moral de la Iglesia es que, en vez de haber constituido un dique, hubiese sido más bien un acicate a la represión brutal del primer decenio franquista. Con esta actitud tan poco caritativa contribuyó de manera decisiva a que se generalizase la descatolización que había empezado en el XIX entre las clases obreras urbanas, pero que hoy llega hasta las más altas, que no necesitan ya de la religión para legitimarse. Aunque la indiferencia haya sustituido al viejo anticlericalismo, el débil laicismo español está aún muy lejos de imponer la separación nítida entre Iglesia y Estado que, con no pocas ambigüedades, prescribe la Constitución. Sin tener la carga explosiva que tuvo en el pasado (la Iglesia llegó a sacralizar como cruzada un golpe militar fracasado que desembocó en una cruelísima Guerra Civil) la cuestión religiosa aún no está cerrada por completo (últimamente la Iglesia retoma posiciones que pensábamos caducadas). Con todo no cabe la menor duda de que ha perdido buena parte de su anterior virulencia.

La cuestión social. En los primeros decenios de la primera Restauración, entre 1874 y 1898, el crecimiento económico en buena parte se debió a las inversiones mineras extranjeras, con el correspondiente aumento de las exportaciones de materias primas. La filoxera en Francia trajo consigo que entre 1882 y 1892 España dominase el mercado mundial de vinos. El proteccionismo sirvió a los intereses de Cataluña, la región más industrializada, pero fue un lastre para el resto del país que por sus propias fuerzas tampoco lograba salir de una economía agraria, latifundista o minifundista. El gran empuje hacia delante se produjo con la neutralidad de España en la I Guerra Mundial, el único periodo en el que la balanza comercial no nos fue adversa. Dentro de estos parámetros, desde los mismos comienzos en el último tercio del siglo XIX, el movimiento obrero se bifurca entre un socialismo moderado, aunque minoritario, presente sólo en Madrid, Asturias y el País Vasco, y un anarquismo muy radicalizado que con mayor o menor intensidad estuvo presente por todo el país, aunque domina en Andalucía, la España latifundista, y en Cataluña, la España industrial. Hasta nuestros días se ha mantenido esta extraña convergencia política. Si el PSOE gana en las elecciones generales, es gracias al voto de Andalucía y Cataluña.

El gran fracaso de la primera Restauración consistió en su incapacidad de integrar social y políticamente a la naciente clase obrera. Al dejarla fuera del sistema, la empujó a que se radicalizase. La experiencia terrible de la Guerra Civil y el desarrollo económico de los últimos decenios del franquismo posibilitaron la integración social y política de la clase obrera desde el inicio de la segunda Restauración. La cuestión social, con la radicalidad que se planteó en la primera restauración, ha perdido combatividad en la segunda que, justamente, logra consolidarse gracias a que integra a todos los sectores sociales (Pactos de la Moncloa).

La cuestión nacionalista. El desastre de 1898 tuvo consecuencias a largo plazo en Cataluña, que había perdido con Cuba su mejor mercado, al impulsar un catalanismo, pronto dividido entre una derecha regionalista y una izquierda nacionalista más radical, que dejó de ser minoritario para convertirse en vehículo de una protesta generalizada. Las dos dictaduras militares cortaron de raíz cualquier intento de encontrar alguna forma de entendimiento o de acomodo, como en 1907 la Mancomunidad que unió a las cuatro diputaciones catalanas para llevar juntas algunas de sus gestiones, que suprimió Primo de Rivera, o Franco que anuló el Estatuto que Cataluña había negociado en la Segunda República.

Tanto en su origen como desarrollo es muy distinto el nacionalismo vasco. Católico y rural, enfrentado al liberalismo urbano, expresión directa del fracaso del Estado liberal, reivindica los derechos históricos perdidos en 1839, con la derrota en la primera guerra carlista La persecución que sufre durante la dictadura franquista lleva a la parte más extremista a optar por la acción armada, una mutación que no se produjo en Cataluña, y que hasta hoy marca la política vasca, y con ella la española. Siendo muy distintos el nacionalismo catalán y el vasco, sin embargo, tienen en común el que los haya fortalecido las dos intervenciones militares del siglo XX, hasta el punto de que cabría decir que la cuestión nacionalista, tal como hoy se plantea, es un producto de la militar, sobre todo en su última forma franquista. De las cuatro cuestiones que impidieron una convivencia en paz y libertad en la mitad del siglo XX, que llegaron a su cúspide en la crisis de la Segunda República, al inicio de la segunda Restauración la única que pervive, pero agravada, es la del nacionalismo periférico.

Se podrá argumentar que el nacionalismo es una ideología trasnochada que a lo más tardar con el nacionalsocialismo debiera haber desaparecido, que lo que importa es dar una respuesta a los problemas reales de la España actual. En primer lugar, la educación, de modo que se consigan ciudadanos capaces de pensar por sí mismos, interesados por las ciencias y demás saberes imprescindibles en el mundo en que vivimos; una reforma de la justicia que la convierta en rápida y eficaz, condición indispensable para mejorar nuestra productividad y cohesión social, logrando al fin un Consejo del Poder Judicial que esté libre del corporativismo de sus comienzos y de la politización actual; en fin, un sistema electoral sin la escasísima proporcionalidad que se deriva de limitar el número total de escaños y tomar la provincia como distrito electoral.

Cierto que en teoría hay cuestiones más urgentes que mirarnos permanentemente al ombligo, proponiendo reformas de la Constitución para contentar o reprimir a los nacionalismos periféricos, pero no podemos escoger los incendios según criterios de racionalidad, sino que hay que acudir allí donde arda la casa. Después de 30 años de la segunda Restauración, nos guste o no, seguimos sin haber resuelto la integración de los pueblos de España en un orden constitucional satisfactorio para todos. Lo desesperante es que unos, como hiciera el ejército en el pasado, siguen atizando el fuego de la desmembración, recurriendo a un centralismo patriotero más o menos encubierto -la última legislatura de Aznar y los dos años de oposición del PP han creado más separatistas en Cataluña que el cuarto de siglo anterior- y los otros, según estén en el Estado central o en las Comunidades, por muy diversas razones, no quieren atacar las tendencias centrífugas que favorece el Estado de las Autonomías, que por su propia dinámica impulsa un proceso indefinido de traspaso de competencias para las 17 Comunidades, cuyo resultado final, si no se toman las medidas oportunas, es fácil prever a medio plazo.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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