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Crónica:DIETARIO VOLUBLE
Crónica
Texto informativo con interpretación

La ciudad crispada

1Tiene aspectos enojosos el nuevo Barajas, aeropuerto interminable en el que siempre faltan ocho minutos para llegar al punto al que nos dirigimos. Todo está bien señalizado, pero las pobres personas se pierden igual, porque faltan siempre ocho minutos para todo. Y los pocos que no andan extenuados tienen la mirada triste de los confinados; son los que están en los apartheid para fumadores: jaulas con la estética funeral de Guantánamo.

Hago un alto en el camino para ver si es verdad que, como ha escrito Valentí Puig, los mingitorios se parecen a quirófanos de los que uno va a salir desprovisto de un riñón o con un bazo trasplantado. Y compruebo que Puig no ha exagerado nada. Junto a los fumadores-Guantánamo, el otro máximo ángulo del horror se halla en esos urinarios. Sales de allí lívido y, aunque sigues andando, sospechas que no saldrás vivo del glacial aeropuerto.

2

Recuerdo que, no hace mucho, en una larga espera en el aeropuerto de El Prat, me entretuve observando las cálidas peripecias de dos entrañables gorriones atrapados en el área M-3 de salida. Ascendían, siempre en vuelo conjunto (como si temieran separarse) hasta la bóveda, y luego bajaban en picado al suelo para beber en esos pequeños charquitos de agua que delatan el reciente paso de las empleadas de la limpieza. Encontrándome entretenido en esto, se sentó de pronto a mi lado un buen amigo de Barcelona, al que enseguida le señalé los pobres gorriones para los que la M-3 se había convertido en una gigantesca jaula. Mi amigo estuvo observándoles un buen rato, hasta que, conteniendo la risa, dijo: "Debimos cometer algún error para que estos pajaritos hayan podido colarse". Al principio no entendí, hasta que caí en la cuenta de que mi amigo ha trabajado siempre en el taller de Ricardo Bofill, el arquitecto del aeropuerto.

3

Lento paseo invernal por un Madrid nevado. César Antonio Molina me enseña la placa que hace tres años el Círculo de Bellas Artes colocó en el edificio en cuya buhardilla del piso superior murió el extravagante Alejandro Sawa, escritor hoy nada leído. Valle Inclán se inspiró en él para su Max Estrella de Luces de bohemia. Fue este Sawa una especie de rey de tragedia, que murió ciego y con alucinaciones en esa austera casa de Conde Duque. En su bohemia feliz de París había sido amigo de Verlaine y amante de una aristócrata. Pero cuando dejó atrás las luces francesas y regresó al Madrid infame de su época, su vida fue una vida de gorrión atrapado. Y es que en Madrid ser bohemio no ha sido casi nunca una fiesta, y aún menos hoy cuando a esta ciudad se la nota absurdamente crispada por unos tenebrosos individuos que no supieron perder las últimas elecciones. La leyenda castiza cuenta que, habiéndole Víctor Hugo en París besado la frente, Sawa regresó a Madrid, donde ya no se lavó la cara nunca más. Pobre y pobre Sawa. A su muerte, Manuel Machado, le escribió estos versos: "Jamás hombre más nacido / para el placer, fue al dolor / más derecho. / Jamás ninguno ha caído / con facha de vencedor / tan deshecho".

4

Me desaparece el abrigo oscuro, de corte británico, recién comprado. Se volatiliza mientras tomo un café con Claudio Magris y otros amigos en su hotel. Creo saber lo que ha ocurrido, pero no me atrevo a denunciarlo. Hace un minuto, me ha parecido ver cómo Magris salía disparado hacia la calle para que le hicieran unas fotos y se ha llevado mi abrigo confundiéndolo con el suyo. Como es un gran germanista, me digo que cuando regrese le hablaré de aquel involuntario intercambio de sombreros que se da al inicio de El Golem de Gustav Meyrinck. Así lo hago, y entonces él cae en la cuenta y me devuelve el abrigo y de paso, en guiño kafkiano, me dice que espera que no le lleve ante la Ley.

5

De la bohemia de Sawa a la liturgia pomposa de un acto matinal en el paraninfo de la Universidad Complutense de Madrid. La extrema solemnidad y el hecho de que sea Claudio Magris el investido honoris causa me atrapan irremediablemente. Nunca había asistido a una ceremonia de este severo estilo de birrete plateado y gaudeamus igitur, y creo que la sesión de investidura me ha maravillado tanto que ya no querré asistir nunca a ninguna otra, como si Víctor Hugo me hubiera besado en la frente.

Abre la sesión Fernando Savater con disquisiciones sobre el mundo del "escritor de fronteras", el universo viajero del autor de El Danubio. Y luego, en su profundo y extenso discurso, Magris, tras recordarnos a Kafka y su Ante la Ley, aborda un tema tan complejo como poco tocado al hablarnos de las relaciones entre literatura y derecho. Por un momento, dejo de escucharle para acordarme de la época en que yo estudiaba para abogado y era un tímido poeta y no veía relación alguna entre ambas actividades. Luego, regreso a Magris, que está diciendo que la Ley parte de lo más profundo del ser humano y que la literatura revela la más profunda y contradictoria esencia moral. Tras la brillante disertación, anoto las últimas palabras: "Los antiguos, que habían comprendido casi todo, sabían que puede existir poesía en el acto de legislar; no por casualidad muchos mitos dicen que los poetas fueron, también, los primeros legisladores".

Resulta desagradable ver al día siguiente cómo algunas noticias de prensa resumen y reducen groseramente el extenso, culto y osado discurso de Magris sacando de contexto dos líneas de su discurso sobre la ley y la poesía. Dicen en titulares: El escritor italiano Claudio Magris denunció ayer la fiebre de los nacionalismos que envenenan la flor de la cultura europea. Un mal resumen. Y una equivocada concesión a la actualidad política de una ciudad, Madrid, que lo tiene todo para ser feliz, pero que vive hoy en día neciamente crispada.

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