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Columna
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La campana

Comparecerán en el Parlamento andaluz 37 representantes de organismos sociales y económicos, 37 en dos días, el 6 y 7 de marzo, para ser oídos sobre la reforma del Estatuto autonómico, tres representantes por turno de 30 minutos. Hay poco tiempo para hacer lo que deberá regir durante años. Acudirán al Parlamento alcaldes de la Federación de Municipios, sindicatos obreros y empresariales, el Defensor del Pueblo y el consejero mayor de la Cámara de Cuentas, un antiguo ministro y el cardenal-arzobispo de Sevilla. Todos serán oídos presurosamente a propósito de la ley básica reformada, 216 artículos en lugar de los 75 del viejo Estatuto. Es como si la realidad, que se ha complicado en los últimos tiempos, fuera ahora tres veces más grande que antes.

Yo veo absolutamente normal que el Parlamento pida la opinión de otras instituciones y preste oídos a quienes le parezca oportuno, pero, en este momento, la llamada parlamentaria me resulta un signo de desconfianza de los parlamentarios hacia el Parlamento, que ha perdido o no tiene resonancia, como una campana afónica. El Parlamento busca el hombro hospitalario de gremios y personalidades, el báculo o bastón de la única Iglesia realmente privilegiada en el país, la Iglesia católica, con su cardenal de Sevilla. La Iglesia de Roma probablemente sea la organización más sólida de la política de España, con su red de diócesis, parroquias, hermandades, congregaciones, órdenes, sociedades, fundaciones, iglesias, viviendas sacerdotales, centros sociales y medios de comunicación. Tiene experiencia de mando y oposición, un larguísimo historial político, y una espléndida y contundente capacidad movilizadora.

Esto es lo que reconoce el Parlamento, que pide ayuda, como si los representantes populares no representaran a todos los ciudadanos de todos los gremios y religiones, y tuvieran que escenificar el apoyo del pueblo verdaderamente significativo. La Iglesia católica es la más experimentada de las organizaciones de masas, esencia de España por tradición. Es un extracto de todas las virtudes nacionales, entre las que, como primera virtud, está el obedecer a la Iglesia católica. El príncipe católico de Sevilla, el cardenal-arzobispo, conoce además el cónclave para elegir Papa, la alta política, y es accesible, receptor, dialogante y pastor. El pasado no se acaba nunca, y la jerarquía católica sigue siendo un polo esencial de la política española.

Pero el Partido Andalucista, que ha propuesto la comparecencia parlamentaria del cardenal-arzobispo, parte de la idea errónea de que el cardenal "representa a miles o millones de ciudadanos" católicos. El político andalucista quizá no sea católico, y no sepa que la Iglesia del Estado Vaticano no es una democracia representativa. El sacerdote no representa a sus feligreses: es su pastor. El Papa, vicario o representante de Cristo en la tierra, no es el representante de los católicos, que lo tienen como padre o guía espiritual infalible. El cardenal sería vicario del vicario. Sólo representa a sus superiores mayores, escasísimos. Es poco respetuoso confundir a los feligreses con Cristo o con el Sumo Pontífice, al rebaño con el Pastor.

El caso es que la futura comparecencia del cardenal está circulando bien en el mercado informativo. Los ropajes cardenalicios, tan de otro tiempo y tan actuales, la polémica, que, como el vestuario, es muy moderna y muy antigua, igual que esos terribles cuadros del siglo XIX que se pintan en 2006, todo esto es estupendo para la sesión de propaganda, la consulta a los 37 elegidos por los elegidos parlamentarios, con sus sesiones de fotos y sus cámaras de televisión. Todo será publicidad para el nuevo Estatuto. Y el más vistoso y fotografiado, el más comentado y alabado y vituperado, será el cardenal-arzobispo de Sevilla, si comparece. Puesto que es el más publicitario de todos, es el que mejor cumple la función para la que son requeridos los 37 convocados.

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