Dioses en papúa
Salíamos a hacer fotos al atardecer con una cámara Olympus. Era otoño. Altos robles, nubes de tormenta, atardecer. A través del zoom observábamos miles de gotas minúsculas que recubrían las ramas de los árboles como una armadura de plata. De pronto el sol salió de detrás de una nube y apareció un petirrojo en el centro del encuadre. Fue como asistir a un milagro.
Los grandes dioses de Mesopotamia y Egipto eran las fuerzas de la naturaleza. No hacía falta fe para creer en ellos, porque era evidente que existían. Cualquiera podía sentir la presencia del sol o de la lluvia, el impacto de las tormentas, la fuerza del viento... Estos fenómenos atmosféricos ejercían gran influencia sobre todo lo que ocurría, pero como no se sabía nada acerca de ellos, la gente se los imaginaba con apariencia humana. Todas las cosas importantes dependían de estas grandes fuerzas cósmicas, desde el amor hasta el maíz más tierno. Después las religiones monoteístas eliminaron lo que estos dioses tenían de profunda naturaleza, y se quedaron con lo más superficial, el aspecto antropomorfo. La Biblia presenta a Yahvé como un ser a imagen y semejanza del hombre. Fue sin duda un gran paso atrás para los dioses.
Sin embargo también hubo dentro del cristianismo quien defendió los principios de la naturaleza como el mártir Prisciliano que fue condenado por brujo en el Concilio de Burdeos por creer en las nubes, los bosques y los ríos. Sus discípulos, que se contaban por miles, lo enterraron en una cripta y sobre ella se levantó una catedral. Lo que no saben muchos peregrinos que visitan Compostela es que en lugar de venerar la tumba del apóstol Santiago, están honrando la memoria del primer mártir ecologista gallego.
La fotografía nos ayuda a entender muchas cosas: el vértigo de las nubes, la sucesión de claroscuros, el movimiento del paisaje, la maravilla cromática del rojo sobre el gris. Recuerdo que tratábamos de adivinar el movimiento del petirrojo para elegir el encuadre de cada foto. Regresábamos agotados con el último sol sobre el capó caldeado del coche y la convicción de que aquella manifestación de naturaleza y esplendor que habíamos fotografiado era sagrada. Un sentimiento muy parecido al que debió de experimentar el ornitólogo Bruce Beehler cuando aterrizó en la selva de la Papúa Indonesia. Su cámara consiguió retratar más de treinta nuevas especies de mamíferos, aves y plantas. "Lo que vimos allí, es lo más cercano que se puede estar del jardín del Edén. Sólo se oye el canto de los pájaros y las ranas, no hay ni un vestigio de presencia humana, ni un camino, ni una carretera... Nada. Una sensación de paz inexplicable".
Una de las cosas que más sorprendió a los miembros de la expedición es que muchos mamíferos se acercaban mansamente a ellos. Un gesto tierno sin duda, pero peligroso si consideramos que cada año asistimos al exterminio de 6.000 especies animales, en su mayor parte debido a la acción del hombre. En otros lugares de la tierra cualquier cría con el instinto de supervivencia mínimamente desarrollado se sentiría amenazada ante la presencia humana, porque los animales no sólo tienen memoria, sino a su modo también, alguna forma de pensamiento. En algunos bancos de pesca se han llegado a ver atunes muertos con escamas de amianto y algas carnívoras que se alimentan de azufre industrial. El Dios de Spinoza y de Einstein se halla hoy tan amenazado como el lince ibérico o el halcón peregrino.
Tal vez por eso, en los últimos tiempos ha resurgido la creencia antigua en la gran diosa Tierra, para la que se ha recuperado el nombre clásico de Gea y que en cierto modo se ha convertido en la patrona de todos los ecologismos. Pero no se necesita fe para creer en ella, pues su hipótesis es una conjetura científica.
El descubrimiento del paraíso de Papúa supone un aporte de vida inaugural con el que nadie contaba ya. Cierto que las treinta nuevas especies encontradas allí no son nada si se compara con los miles de animales desaparecidos o en vías de extinción. Pero es algo Y hay que brindar por esa pequeña cuota de esperanza. Es la única fe que a estas alturas vale la pena preservar.
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