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Análisis:TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Cegueras, iluminaciones y tiros al aire

Marcos Ordóñez

Uno. Gabriela Izcovich es una de las mejores actrices y directoras argentinas, especializada en llevar a la escena textos "no dramáticos" (Kureishi, Tabucchi y David Lodge, entre otros). El mar, su nuevo espectáculo, estrenado el pasado verano en el Cervantes bonaerense, ha recalado por unos días, a teatro lleno, en la sala Beckett. La pieza nació de una conjura entre la Izcovich y su colega Lina Lambert: querían trabajar juntas y se encontraron con los cuentos de Maria Fasce, joven escritora porteña que realizó una versión teatral posteriormente reinventada por la directora. El mar aparenta ser una "comedia de parejas en crisis". Digo que aparenta porque, aunque hay mucho humor, predomina la inquietud, el misterio sin etiquetas y ese "ligero malestar", tan pinteriano, que a ratos orilla el onirismo duplicado de Mulholland Drive. ¿Hay, pues, dos historias -El mar y Celos- o una sola historia que se desdobla y genera su propio eco? Como en la peli de Lynch, tenemos, de entrada, una morena y una rubia, muy distintas y muy parecidas. La rubia, Paula (Lambert), se está quedando ciega, quizá porque ve demasiado. Ve, sobre todo, a un marido, Luis (Marcelo Mariño), que se está convirtiendo en un perfecto extraño. Frase capital: "Lo bueno de estar ciega", dice, "es que no puedo ver a Luis no mirarme". Luego, por contagio, también su casa, y los objetos cotidianos, y su vida entera pasan a formar parte del mismo territorio brumoso, donde nada es lo que parecía ser: la ceguera como una forma última de iluminación. Esta historia es más grave, mientras que en la segunda centellea la comedia: hay una fantástica escena donde la preparación de unos espaguetis se convierte en una perfecta estrategia de seducción.

Sobre El mar, dirigido por Gabriela Izcovich, y Balas y sombras, por Pau Miró, en Barcelona

Pero me estoy adelantando. La morena, Inés (Izcovich), es la protagonista de la segunda historia. Aparece, inesperadamente, en casa de Pedro (Alfredo Martín), el marido de su amiga Clara. Clara no está allí y quizás Inés ha llegado para ocupar su puesto. Más filosofía dióptrica: Pedro "ha perdido de vista" a Clara; Inés se ha alejado de su amante "porque hay que alejarse para ver mejor". La distorsión se hace espacial porque, como en las comedias de Ayckbourn, las dos parejas ocupan, cuánticamente, el mismo espacio: les rodean los mismos muebles, las mismas flores rotas. De repente, Paula tropieza con la maleta de Inés, una maleta viajera "con ropa vieja, que ya no uso". ¿Capisce? ¿Inés es una Paula posible, pasada o futura? ¿Habitan en universos paralelos y coincidentes? La única certidumbre de la comedia es que a) Paula y Luis apenas hablan porque son dos extraños y b) Inés y Pedro hablan -y algo más- porque son dos desconocidos. Uno no sabe qué es lo mejor de esta pequeña joya: sus perfectos protagonistas, el delicado equilibrio entre realismo y fantasmagoría, o la feliz levedad con la que el texto y la dirección te mueven constantemente el suelo bajo los pies.

Dos. Pau Miró nos deslumbró hará dos temporadas, también en la Beckett, con Llueve en Barcelona, la crónica de un triángulo insospechado (puta, macarra, cliente) tan adorable como terrorífico. Siguió, un año después, la banalísima Happy hour, cuya única idea, me pareció, consistía en rociar de coca a los personajes de Tío Vania. Ahora llega al Espai Lliure Balas y sombras (Bales i ombres), un encargo resuelto con oficio pero muy escasa garra. El poderío de Llueve en Barcelona radicaba, entre otras cosas, en su constante imprevisibilidad. Balas y sombras (subtitulada "un western contemporáneo") es justo lo contrario: uno tiene la sensación de que le han contado ya esta historia muchas veces. El primer Shepard, por ejemplo. Tenemos un desierto, una roulotte ruinosa, una pareja que huye tras un atraco. Balance: catorce muertos, entre ellos un crío. No es mal comienzo. Un fotógrafo, testigo impotente de la matanza, llega hasta su escondrijo. Mónica López y Andrés Herrera, los asesinos en fuga, son dos fieras actorales aquí hambrientas de texto y de peligro. El texto oscila entre las frases chocantes, a lo Barry Gifford ("este trabajo de mierda nos aleja de la gente") y los koltesianismos recalentados, como cuando el malo asevera que la herida de su hombro le duele "como una pregunta que no logro responder". En cuanto al peligro, la pareja recuerda (y eso es lo mejor) a los atracadores patosos e ingenuos de Bande à part, a cambio de que nadie se crea lo de los catorce cadáveres. El relato, varado bajo el solazo desértico, no avanza. O, peor, se disgrega en pequeños suspenses laterales: el tiro escapado, el vínculo de la pareja, las alucinaciones de la mujer, los propósitos del fotógrafo. La muerte del crío (Daniel Casadellá/Pau Poch), presunto núcleo central, se deshilacha: tal como aparece en el texto dan ganas de decirle: "Lamento lo tuyo, pero es que no tengo el gusto de conocerte".

Tampoco conocemos demasiado al fotógrafo. Tal como lo interpreta Alex Brendemühl, uno no sabe muy bien si es un vengador lacónico, a lo Eastwood, o si le han pegado un chute de novocaína. Quizá todos esos elementos requerirían un destilado, una concentración extrema, o, por el contrario, una mayor expansión. Y, también es mala pata, la pareja sólo comienza a ponerse realmente interesante a un paso del final, cuando sueñan y especulan sobre su futuro imposible. Predomina, pese al notable trabajo de López y Herrera, una molesta sensación de petulancia, de que nos quieren contar algo intenso, "importante", con ecos de tragedia griega (que siempre le ha sentado fatal al western), y todo se queda un poco sobre el papel, como las montañas recortadas, sin volumen, del ciclorama a lo Monument Valley que rodea la escena. Pau Miró, que también ha dirigido la función, es un autor, de eso no cabe duda; un autor que busca ponerse a prueba y explorar nuevos territorios. Me temo que esta vez se ha perdido en un desierto de cartón piedra, o de cartoon a secas, pero no me preocuparía demasiado: tiene una buena brújula y, con un poco de empeño, pronto estará de vuelta.

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