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Columna
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'Finisterre'

EN MARZO de 1929, en la localidad francesa de Meudon, la poeta rusa Marina Tsvetáieva (1892-1941) terminó su ensayo Natalia Goncharova. Retrato de una pintora (Minúscula), diez años antes de regresar a la Unión Soviética, donde apenas sobrevivió dos más antes de suicidarse. Tsvetáieva se había exiliado en Francia en 1922, lugar donde Natalia Goncharova, nacida en 1881, residía desde 1919, tras pasar cuatro entre Suiza e Italia, y en el que murió en 1962. Aunque la pintora era once años mayor que la escritora, ambas habían sido vecinas en Moscú y habían asistido a la misma escuela, pero el turbulento destino las reunió en París, quedando como testimonio de este encuentro, donde se citan la poesía y la pintura, el exilio y la emigración, una mujer con otra mujer, el libro que da pie a este comentario.

El retrato que hace la escritora de la pintora es, como demandaba Baudelaire de la crítica de arte, enteramente poético. Apenas sin datos que no sean íntimos, sin referencias eruditas, sin disquisiciones estéticas. Un cara a cara femenino, pero cuyo diálogo se produce en esa tierra de nadie occidental donde platican dos orientales. Pero no es un cuento chino, porque el tema de conversación es sobre la creación, o, si se quiere, sobre la conversión de dos artistas en apátridas del arte, residenciadas respectivamente en las palabras y las imágenes. Las palabras de Tsvetáieva reflejando la imagen de Goncharova.

¡Qué cuadro más rotundamente cubista es el que hace la escritora al narrar su llegada al estudio parisiense de la pintora! "Un cuadro que se ha visto muchas veces", afirma Tsvetáieva, como tomando aire en el último rellano, "una escalera que se ha subido muchas veces, ver y subir siguiendo las huellas de todos los que me han antecedido, mi huella (mi mirada) es la última, yo soy el punto extremo de esta superficie, su último estrato". De esta cima ya no baja, sino que resiste, sin vértigo, por entre las nubes, soplando certeras metáforas, que se estampan en el aire. Susurrando verdades aligeradas: "Y -aunque resulte extraño- para el artista es así: primero las raíces, después las ramas, y después el tronco".

Junto con Larionov, su compañero y cómplice, Goncharova es una de las piezas capitales en la formación de la hoy muy afamada vanguardia histórica rusa, la que eslaviza el fauvismo, el cubismo y el futurismo. Triunfó como escenógrafa y figurinista en los ballets rusos de Diáguiliev, lo que revela su dualidad de escultora que amasaba y enjaulaba colores, su condición iconoestática, su transparencia luminosa, su firme ubicuidad. Va y viene Tsvetáieva para que no se le escape y, en las hermosas deambulaciones de su relato, logra plasmar su efigie cuando le presta la media voz de lo soterrado, los calcinados colores españoles de su paleta, negro, blanco, café, rojizo. Goncharova pasó seis meses en España, la tierra más occidental que pisó esta oriental, su extremo, su cima, "más allá de la cual ya no hay adonde ir porque no hay más allá". El finisterre de la pintura.

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