La vida en rosa
SÓLO LOS IGNORANTES están en contra de la crónica rosa. Sólo los falsos aseguran que la vida privada de los demás no importa. Sólo los desconfiados rehúyen los chismes. Sólo los mentirosos dicen: prefiero no saberlo. A mí me encantaría hacer crónica rosa, dar una idea rosa del mundo, de los personajes con los que me cruzo; contar en rosa, por ejemplo, aquella comida con Felipe González, contar lo que come, la mano que lleva al pelo, la cara con la que recibe ciertas preguntas, la sonrisa maliciosa que le viene a la boca cuando calla, los zapatones que lleva, el trato despistado que tiene hacia lo que no le interesa..., ahí está contenido todo, lo que piensa de Aznar, de Zapatero, de Rubalcaba, del Estatut, de los Pactos de la Moncloa, de Trinidad Jiménez, y lo que está pensando de ti, aunque parezca que tú sólo le interesas porque eres el que le escucha. La crónica rosa es la que contaría el nombre del restaurante, Il Nido, uno de esos italianos en el que te sacan un dinero injustificado por comer pasta, ese ingrediente maravilloso y barato que tiene la extraordinaria capacidad, como decía Cortázar, de cambiar de sabor sólo con cambiar de forma. La crónica rosa sería añadir que nuestra mesa es observada desde lejos por un hombre diminuto que come solo: un chino elegante, anciano, de enormes bolsas bajo los ojos que aún se vuelven más oblicuos; ese hombre que es un genio, el arquitecto M. Pei, al que he reconocido por las gafas, tan integradas en su físico después de toda una vida montadas sobre la nariz que no son ajenas a su propia osamenta, como las gafas de mi querido Pere Gimferrer, del que también me gustaría escribir su crónica rosa, pero dentro de mucho, cuando escriba esas memorias rosas en las que cuente que las gafas gimferrerianas vivieron de cerca mi propia crónica rosa. La vida en rosa. Siempre hay que buscar el momento, la oportunidad, para colarse en la vida de alguien. No siempre es fácil. Yo viví años casi pared con pared, o chalé con chalé, al lado del director Carlos Saura, y aun entrando en su casa, en su habitación de cuatrocientas cámaras de fotos, en su cuarto de manías de amante de la mecánica, en su salón lleno de hijos de unas y de otras; aun habiendo cogido a su niña en brazos, la niña que le dio Eulalia Ramón y que parece que fue hecha por mamá para ser fotografiada y parecer una de esas niñas misteriosas de las películas de Saura; aun habiendo comido en su cocina, y bañado en su piscina, no me enteré de nada, porque mi conversación con él se moría enseguida; con gran frustración por mi parte, que me volvía a casa con mi crónica rosa sin hacer. Pero donde menos lo esperas salta la liebre, y de pronto, al cabo del tiempo, resulta que comparto mesa y mantel con este hombre de imponentes setenta y tantos años en Docks, un restaurante sólido de comida americana. Poca sofisticación culinaria, pero gran materia prima: ¡viva el pez espada! El hombre es grande y derecho. Si fuera echadora de cartas, si creyera en eso, le diría que va a vivir cien años. Él lo debe de intuir y disfruta de saberse un hombre sin edad; un hombre que ha perdido mucho pelo, pero que está seguro de tener un cráneo que puede lucirse desnudo. El hombre que come pez espada mastica un pasado que no está al alcance de cualquiera: cuarenta películas, siete hijos, el joven al que Buñuel consideró como un hijo, el hijo político de Chaplin. Este mismo hombre es aquel que apareció en un periódico francés de la siguiente manera: "Geraldine Chaplin tiene un romance con un playboy español". El mismo hombre del que Chaplin desconfiaba hasta que vio Pipermint frappé y le mandó un telegrama alabándole la película y la actuación de López Vázquez. Este hombre tuvo desde entonces un Rolls-Royce a su disposición cuando iba a casa de los Chaplin en Suiza, y el mismo que vio cómo el viejo cómico se ponía cada tarde las antiguas películas y reía con ellas, reía como un niño, sin pudor e inocentemente, como si estuviera celebrando las genialidades de otro. Este hombre, Saura, fue testigo de aquello; este hombre, con el que tuve las conversaciones más cortas de la historia cuando estaba de visita en su casa, se presta ahora a una sobremesa y se deja preguntar por todo, como si le gustara incluso ser preguntado. "Sí, dicen que soy raro, pero a mí no me importa que me tomen por raro, así me dejan vivir en paz; aunque luego la gente siempre acaba diciendo: ¡anda!, si es muy simpático". A él le gusta que le tomen por raro, pero es que es raro, es muy raro este hombre gallardo; tiene un porte chulo y juvenil andando por la calle, el porte del hombre que quiso ser bailarín flamenco. No pasa inadvertido, y eso es casi milagroso en un Manhattan. Es raro, sí, es el hombre que sigue haciendo las películas que quiere, como la que planea ahora sobre el letrista de Mozart. Es raro un hombre tan entregado a sus caprichos solitarios, a la música, la fotografía. Era raro ya para mí verlo en el tren de cercanías de Madrid, camino de esa casa llena de hijos, de perros pesadísimos y de gatos prodigiosos. A mí siempre me pareció que se hacía el remolón para no saludarte. Luego, al cabo del tiempo, he visto las fotos que a escondidas hacía a los pasajeros, fotos que luego pintaba para que nadie pudiera protestarle, encerrado en el cuarto de sus caprichos, como el niño disfrutón que pasa la tarde cortando y pegando, como el joven concentrado en construirse su propia motocicleta.
Si esto no es crónica rosa, que venga Dios y lo vea.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.