La cólera de Dios
Las famosas caricaturas han servido para que nuestros apologistas habituales vuelvan una vez más sobre su argumento preferido: el desprecio de Occidente hacia el Islam y la justa irritación de los musulmanes contra las agresiones de aquél. Se trataría de un hecho "gravísimo" que pone de relieve el avance de la "islamofobia" rampante desde que se produjeran los atentados del 11-S. Así que de haber una solución, ésta pasa implícita o explícitamente por anteponer la condena a cualquier consideración exculpatoria que atienda a la libertad de expresión. Es un fácil recurso. Como siempre, cuanto de malo ocurre es cargado en la cuenta occidental y todo va a parar a un llamamiento último a un respeto que implica aceptar ulteriores censuras o autocensuras, así como renunciar a cualquier pretensión de indagar sobre los factores endógenos que han intervenido en esta explosión de violencia del mundo islámico. Así, tras denunciar "el atropello" y "la blasfemia" de los dibujos, un responsable de la Alianza de las Civilizaciones puede anunciar en estas mismas páginas el happy end de unas musulmanas españolas que hagan del Corán, sin más precisiones, el patrón de su vida. ¿Con yihad y sumisión de la mujer incluidas?
Para entender cuanto ocurre, vale la pena recordar el episodio que tuvo lugar hace unos tres años cuando en un pueblo levantino fue adquirida una gran alfombra verde con destino a las fiestas de "moros y cristianos". En la alfombra, sin que nadie lo apreciara por puro desconocimiento del idioma, estaban escritos unos caracteres árabes que resultaron ser versículos del Corán. Por supuesto, los "cristianos" no se enteraron de nada, pero los "moros", es decir, los cientos de musulmanes locales, sí leyeron lo que escrito estaba y consideraron una grave afrenta el hecho de que el texto coránico fuese pisoteado en las marchas festivas. Siguieron fuertes protestas y amenazas de querellas. Y la tensión en Oriente Próximo aquí no intervenía para nada. El episodio constituye así la mejor prueba de que para los colectivos musulmanes, aquello que vulnere con razón o sin ella el espacio de su sacralidad, tiende a suscitar una reacción desproporcionada.
De ahí que al encarar la presente crisis, convenga situarla en el marco de las respuestas airadas que la intransigencia de los creyentes, y no sólo de los creyentes musulmanes, provoca ante la aparición de símbolos, actos o expresiones que consideran lesivos para su fe. En Francia, más de un articulista musulmán recuerda oportunamente la virulenta reacción que estalló a fines de los años ochenta contra el filme La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese. Claro que la aparente exculpación no es tal, pues quienes protagonizaron los actos de barbarie fueron allí integristas alentados por el Frente Nacional de Le Pen. Del mismo modo que las histéricas reacciones de los últimos días se inscriben en los códigos de comportamiento de otro integrismo. "La blasfemia es un pecado que Lucifer inventó", decía la canción de infancia recordada por Dolores Ibárruri en su biografía filmada. Pues bien, la concepción de la libertad lograda por nuestro mundo occidental, y proclamada para toda la humanidad por las Naciones Unidas, exige el respeto a esas infracciones, atendiendo a que un determinado colectivo de creyentes, el que sea, no puede imponer sanciones al conjunto de los ciudadanos. Más aún cuando éstos han roto ya desde hace tiempo todos los tabúes procedentes del predominio de la religión en el pasado. Si tenemos al Papa danzando en los guiñoles o a las monjas de Almodóvar implicadas en toda clase de sevicias, ¿por qué vamos a censurar a quienes tratan con desenfado a otros dioses o a otros personajes sagrados?
Desde el ejercicio de la libertad consciente, la divisoria viene dada por el contenido concreto de lo que para estos o aquellos creyentes constituye una blasfemia. El escritor argelino Akram Belkaïd lo explica en un artículo reciente que puede ser consultado en Oumma.com: a un musulmán no le gustará sin duda una representación cualquiera del Profeta en clave de humor. Pero eso desde una óptica democrática no es el problema. Lo que en verdad resulta censurable es la viñeta con Mahoma con pinta de viejo perverso, esgrimiendo el alfanje asesino, acompañado de dos mujeres con chador que actualizan el mensaje e implican a toda la comunidad musulmana, o aquella en que su turbante es una bomba. Eso sí es una agresión contra una creencia religiosa, con una clara connotación xenófoba, y como tal debe ser abordada, en los términos autorizados por la ley en cada país. Ahora bien, llegados a este punto, tampoco resulta lícito proceder a la extrapolación que proponen nuestros apologistas, dando indirectamente por buena la reacción violenta de masas a que venimos asistiendo: lo que publica un diario desconocido en un rincón de Europa no puede ser interpretado como una agresión de todo Occidente contra el mundo islámico.
Por otra parte, tampoco hay lugar para la angelización. En el marco de unas relaciones cada vez más tensas entre las poblaciones musulmanas y los países occidentales, con la invasión de Irak confirmando la imagen tópica de que está teniendo lugar una nueva Cruzada, vienen registrándose signos cada vez más preocupantes de una agresividad contra la cual nada hacen los gobiernos árabes supuestamente moderados. Ninguno de ellos desautorizó las recientes declaraciones del presidente iraní, negando el holocausto. Y el mismo Gobierno egipcio que al parecer intervino ante el danés en la primera fase del conflicto de las viñetas, pidiendo respeto, ha tolerado en su país todo tipo de manifestaciones cargadas de antisemitismo. Recuerdo hace poco más de un año la cubierta de un libro publicado en El Cairo sobre política y militarismo en Israel, exhibido por añadidura en lugar preferente en la librería del Instituto del Mundo Árabe de París, donde la representación de los judíos con sus estrellas de David y sus narices puntiagudas hubiera hecho feliz a Goebbels. Más grave es que la televisión egipcia emitiera una serie inspirada en los Protocolos de los Sabios de Sión, en la cual tenían cabida todos los tópicos difamatorios sobre el pueblo maldito. Un ejemplo entre otros. El antisemitismo se ha convertido en algo tan normal para algunos editores musulmanes que en librerías árabes de Londres pueden adquirirse sin mayor dificultad cómics con relatos de intención pedagógica -tengo delante el titulado Courage. Series of Islamic Morals for Young Muslims-, en que la primera historia ejemplar presenta la muerte de un judío por una mujer musulmana y la huida de otros judíos con sus estrellas de David y sus kipás ante la simple sospecha de que otros musulmanes pueden atacarles. El cuentecito se sitúa además en un supuesto escenario de la vida del Profeta, para reforzar su valor educativo. Y nadie protesta contra este ejercicio de la libertad de expresión. No dejan de ser signos de un problema de fondo más grave que unas caricaturas perdidas en Dinamarca, del mismo modo que quien se rasgue las vestiduras debe pensar en si puede protestarse contra una caricatura cuando al-Yazira o al-Arabiya difunden la escena terrorífica de un degüello ejemplar practicado personalmente por al-Zarqaui.
La ponderación constituye, pues, una exigencia ineludible a la hora de analizar la crisis. Por un lado, es preciso insistir hasta la saciedad que los errores de la política de Bush en Oriente Próximo han convertido al mundo musulmán en un polvorín dispuesto a estallar cada vez que salte una chispa real o simbólica. La desconfianza y el sentimiento de humillación se han convertido en odio. Además, por efecto de la entrada en escena de la aldea global de la información, lo que antes era ignorado o se conocía con gran retraso, deviene hoy factor de movilización a escala planetaria al difundirse las noticias por las cadenas de televisión árabes con la ayuda de un imán confortablemente instalado en Dinamarca. Interviene automáticamente el efecto mayoría, la tendencia a reproducir conductas que el propio colectivo valora positivamente, tal vez aupado en lugares como Siria o Líbano por los clientes religiosos de Irán, encantado de golpear a Europa en medio del conflicto sobre su eventual conversión en potencia nuclear.
En la vertiente opuesta, sin embargo, no cabe olvidar los efectos de la relación asimétrica que respecto de otros credos impone la autoestima de la umma de los creyentes en tanto que comunidad superior a cualquier otra (Corán, 3, 110). Aquellos que invocan el respeto absoluto a la religión pasan por alto que nada en el Corán ampara la prohibición de las imágenes. Este aspecto afecta al equilibrio de la actitud de las autoridades y de las élites islámicas, que si hablan de respeto a la religión, piensan sólo en la reverencia que debe prestarse y en la invulnerabilidad de su propio credo. El mismo imán hispano que critica de manera muy razonable la ofensa a Mahoma, no tenía inconveniente en el curso de una discusión, pensando que yo era cristiano, en informarme de que "lo de la Cruz de Jesús es falso". Algo similar, en sentido contrario, le hubiese parecido una ofensa intolerable. Y en el país gobernado por el promotor de la Alianza de Civilizaciones son publicadas caricaturas que presentan al Papa como un viejo repugnante imbuido del espíritu de Cruzada (portada de Penguen, 25 de agosto), sin que nadie se moleste, lo que está bien, siempre que Erdogan aplique el mismo rasero a los demás. O proteja las imágenes cristianas en las pinturas bizantinas de su país, hoy en trance de destrucción por obra de vándalos creyentes.
Tariq Ramadan acierta al escribir que el derecho a hacer algo "no significa que tengas que hacerlo". El respeto a los símbolos de toda religión, no sólo del Islam, es siempre recomendable. Sólo que para juzgar las infracciones posibles en este tema, y las reacciones que las mismas puedan suscitar, conviene distanciarse del núcleo de intolerancia que suele anidar en toda organización de creyentes, incluidos sus guías. Tal como está el Islam, la prudencia debe hacer el resto, sin por ello asumir un injustificado sentimiento de culpa, ni aceptar sombra alguna de censura.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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