Los colores sagrados
David Mellor fue uno de los últimos retoños de la revolución thacherista. Dirigió varios ministerios a principios de los noventa y alcanzó una notable influencia en el Partido Conservador. Quizá llegó a soñar con instalarse en el 10 de Downing Street, aunque su físico irremediablemente viscoso causara dentera a gran parte de los británicos. La prensa descubrió que tenía una amante y eso suele ser fatal en Westminster, pero habría sobrevivido de alguna forma (como Paddy Ashdown, que tras un lío con la secretaria fue nombrado virrey en los Balcanes) si la amante en cuestión no hubiera revelado un secreto fatal: en sus momentos de pasión sexual, Mellor vestía la camiseta del Chelsea. Eso desbordó la tolerancia del electorado. La cosa resultaba demasiado ridícula incluso para los curtidos lectores del Sun o el News of the World.
La devoción por un equipo llega a la alcoba, la tumba y más allá
No se sabrá nunca, probablemente, si el presidente de la República italiana, el anciano y respetado Carlo Azeglio Ciampi llevaba bajo el frac la camiseta del Livorno el día que asumió el cargo, o si alguna vez retozó vestido de ariete livornés. Da igual: si se supiera, su popularidad sería aún más alta. En Italia, la devoción a los colores futbolísticos está por encima de todo y llega a la alcoba, a la tumba y más allá.
No hay ideología que valga cuando se trata de calcio. Ahí está el ejemplo de Ignazio la Russa, uno de los dirigentes de la postfascista Alianza Nacional. La Russa fue uno de esos jóvenes fascistas que, allá por los setenta, merodeaba por la plaza Euclide, en el Parioli romano, con un pastor alemán y una porra en el bolsillo, y organizaba expediciones punitivas contra los rojos. Ahora está en la derecha de la derecha y mantiene las viejas fidelidades. Fue uno de los asistentes al entierro de Romano Mussolini, el último hijo del dictador. Su perilla mefistofélica y su vozarrón rasposo no podían faltar en la ceremonia. Pero La Russa es del Inter. El otro día le preguntaron si no le dolía que su equipo jugara en más de una ocasión sin alinear un solo italiano. "Con tal de que ganen, pueden ser todos extranjeros, negros y comunistas", respondió.
Ese espíritu se extiende a casi todos los dirigentes políticos. Walter Veltroni, alcalde de Roma y gran esperanza de los Demócratas de Izquierda (antiguo PCI), es del Juventus (hasta cierto punto, eso equivaldría a un Gallardón culé) y nadie se lo recrimina, porque lo primero es lo primero. El presidente de su partido, Massimo d'Alema, es del Roma, y ya pueden aparecer en el estadio olímpico pancartas a favor del Duce, de los hornos crematorios o del fin del mundo: su fe no titubea.
Lo mismo pasa con Berlusconi y el Milan. O con el líder de los postfascistas, Gianfranco Fini, que, pese a un remota afinidad con el Bolonia, el club de su ciudad natal, levanta la bandera del Lazio. Lo de Fini tiene poco mérito: el núcleo duro de la afición lazial es mussoliniano, el delantero Di Canio lleva tatuajes fascistas y saluda brazo en alto, y una de las jefas de las bandas de tifosi del Lazio, una mujer que guarda siempre una pistola en el bolso, resulta ser la señora Fini.
Queda la excepción democristiana, un magma centrista y clerical que se alinea a la izquierda de la derecha y a la derecha de la izquierda y guarda distancias con el calcio. Los Rutelli, Casini y Follini no son futboleros. Como Romano Prodi, que se dedicaba al ciclismo y ahora corre maratones. Prodi sigue encabezando los sondeos y quizá, tras las elecciones del 9 y el 10 de abril, se convierta en el nuevo presidente del gobierno. Es posible. Pero se hace extraño imaginarlo. ¿Un líder sin colores? ¿Uno que no ha vestido nunca la camiseta de sus amores en el momento del éxtasis? Habrá que ver si los italianos confían en un tipo tan raro.
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