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Columna
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El metro

Por lo visto, los científicos están tratando de llegar al centro de la Tierra. Yo creía que ya lo habíamos conseguido en el metro de Tribunal. Las escaleras te llevan tan abajo, tan abajo, que parece que por una punta del andén va a salir un demonio con el rabo envuelto en fuego. Y cuando subes y subes parece que estás ascendiendo por la bíblica escala de Job. Lo que no sabía Job es que lo que esperaba arriba era la plaza de Barceló. Por no hablar de las profundidades de Cuatro Caminos y etcétera, etcétera. Yo soy de metro. Como diría un pedante, me reclamo del metro. Cuando viajo a alguna ciudad extranjera, si no domino medianamente bien la red suburbana me parece que no he estado allí. Conozco gente que no sabe ni lo que cuesta y puede que hagan bien, quizá lo único que se estén perdiendo sean apretujones en las horas punta, compartir espacio con gente de todo pelaje, sudar por eso de estar tan cerca del magma, y que unos peruanos toquen El cóndor pasa en el vagón. Aun así, un vagón de metro es como un cubito concentrado de Avecrem. En un momento te pone al día de muchas cosas. Se me dirá que también ocurre en el autobús. Pues no, porque en el autobús todos vamos mirando hacia el frente, como en el cine, mientras que en el vagón estamos situados unos frente a otros y en hilera, con posibilidad de observarnos al milímetro. Sin que haya nada más que mirar. No hay cielo, ni árboles, ni edificios, ningún paisaje que nos distraiga de nosotros mismos. Por cierto, rogaría a todos esos machos que se sientan escandalosamente espatarrados, como si tuvieran un animal entre las piernas, que no invadan mi asiento con su muslazo. Hablando de animales, ¿saben que en Madrid se celebra una pasarela como la Cibeles pero en versión canina? Juveniles jerséis de rayas; gabardinas tipo Humphrey Bogart con sus presillas, cinturón y solapas; pañuelos; zapatos y correas haciendo juego; collares; guardarropa estilo francés y prendas más conservadoras estilo inglés, no sé si con bombín. Si el perro pudiera hablar nos contaría cómo lleva tener un dueño tan baboso.

Por fortuna, cada vez se ve menos esa vulgaridad de entrar corriendo y dando codazos a coger sitio. Más aun, a veces una entra en un vagón lleno, con bastante viajero de pie y un asiento vacío en que no se sienta nadie. El primer impulso es ir hacia él, pero las miradas de soslayo de los demás me hacen sospechar que hay gato encerrado. A saber qué ha ocurrido en ese asiento. Quizá alguien haya vomitado y lo haya limpiado con unos kleenex. Lo miro buscando alguna huella. Todos los que vamos agarrados a las barras de acero aguantamos de pie derecho sin ceder a la tentación. Aunque la barra también tiene lo suyo, si hay algo que me dé grima de la barra es cuando otra mano la ha dejado caliente y a veces sudada. Es como tocarle la mano a alguien que no conoces ni ves. Lo mismo sucede en verano. En verano casi es preferible no sentarse o sentarse lo que es en el borde para no entrar en contacto con las nalgas del que se acaba de levantar, ese otro ser que ha dejado en asiento y respaldo dos litros de sí mismo. Por lo menos en invierno el abrigo protege bastante. Son ya dos capas de tela, tres incluido el forro del abrigo, separándome de mis semejantes.

En este viaje interior te das cuenta de que hay gente muy suya, como los que van leyendo el periódico con la cabeza metida entre las páginas para que no se le pueda echar un vistazo, como si fuese una carta de amor. Imaginamos que no irán al cine para que otros no vean la película al mismo tiempo que ellos. Qué maniáticos somos, a mí misma me sacan de las casillas los libros forrados, ésos en que no hay manera de descubrir el título. Se puede ir enseñando el ombligo y la tira de los calzoncillos, pero no lo que uno lee (será por eso de dime qué lees y te diré quién eres), como cuando termina la película y se enciende la luz de la sala y nadie expresa una opinión abiertamente y como mucho se oye algún susurro por lo bajo. Lo que podría hacer pensar que estamos más seguros de nuestros cuerpos que de nuestro criterio. Y que esto, por favor, no suponga una invitación a hablar a tontas y a locas. Aunque si de cuerpo se trata, siempre se ha dicho que la belleza está en el interior. O sea, que se puede tener una nariz fea y, sin embargo, un píloro perfecto o un hígado sonrosado y terso.

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