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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Mazel Tov (enhorabuena), señor Green

Marcos Ordóñez

Hay veces que uno va al teatro con el viejo abrigo coriáceo de Alexander Woollcott, sobre todo yo ahora, que cada día estoy más gordo. Un abrigo parcheado de prejuicios, de ideas preconcebidas, con un colmillo retorcido en la solapa comme un accroche-coeur, que diría Brassens. Breve: tenía la sensación de que ya había visto Visitando al señor Green. Cada año brotan en Broadway una, dos, seis comedias de ese estilo, de lo que podríamos llamar la Pequeña Obra con Gran Corazón. Suelen llevarse el Pulitzer, además. No es éste el caso, aunque la función, que acaba de estrenarse en el Bellas Artes, tiene a sus espaldas un recorrido estupendo desde que asomó la nariz en Nueva York, en 1997, y se quedó dos temporadas largas, también por el reclamo de Eli Wallach, que eligió al personaje titular para volver a las tablas. Desde entonces, la primera comedia de Jeff Baron ha sido traducida a veinte lenguas y lleva más de doscientas producciones en todo el mundo. En París la hizo un monstruo sagrado, Philippe Clay, el Rey de los Ladrones de Nôtre Dame de Paris, el copain de Prévert y Vian. En Londres se estrenó la primavera pasada, en el New End de Hampstead.

Sobre Visitando al señor Green, dirigida por Juan Echanove, en el Bellas Artes de Madrid

La verdad es que, les soy sincero, nada de esto me impresionaba demasiado. Había leído el resumen de la obra y ya tenía la etiqueta a punto: un Neil Simon facción ultrasentimental; una buddy play calculada con cartabón y tiralíneas. Receta: júntese a un joven ejecutivo gay, moderno y urbanita, pura flor de Manhattan, con un viejo judío viudo, cascarrabias y fundamentalista, enterrado vivo en un pisurrio del Upper West Side. Qué antiguo, qué previsible me parecía eso. Casi me imaginaba a George Burns y Richard Benjamin (más parches para el abrigo) haciendo la función. El viejo y el joven que acabarán entendiéndose, aprendiendo uno del otro... Un doble coming of age: el joven enfrentándose al futuro, el viejo asumiendo el pasado, etcétera (bis). A ver si va a ser esto como lo del señor Ibrahim, pero al revés. O el Cuento de Navidad, con Scrooge y el pequeño Tom abrazaditos. Lo único que me seducía, mi rayo de esperanza, era que Jeff Baron había sido guionista de The Tracey Ullman Show. Bien, fin del preámbulo.

Me saco el abrigo. Me lo saca, mejor dicho, Baron. Y, desde luego, Otegui y Pere Ponce, y Echanove, debutando como director. Pero empiezo por Baron. La tercera o cuarta réplica me atizó en la cresta. Una de esas frases que te hacen decir: espera, espera un momento. Cállate ya y escucha, tontolaba. Oye, a ver si va a estar bien esto... Y no sólo la frase, y la réplica. La construcción. Cada escena abriendo la puerta a la siguiente, con gran fluidez, un poco en la línea de Collected Stories (aquí Historia de una vida, aunque me sigo resistiendo a usar ese título horrible). Caramba. Pues el tal Baron sabe lo que se lleva entre manos. Una comedia muy equilibrada, muy bien observada. Con humanidad, con inteligencia, con verdadero cariño y comprensión hacia sus personajes. Me olvidaba de señalar que Ross Gardiner, el joven ejecutivo, también es judío, pero ni siquiera recuerda su bar mitzvah. Sus visitas al señor Green son una condena: le atropelló y ahora ha de cuidarle, servicio social, una vez por semana durante medio año. Green es hipermisántropo, megaortodoxo. Su vida es un ritual de rituales. Comida kosher, por supuesto. Y la vajilla: los platos milchik para los lácteos, los flaishick para la carne. Hay un secreto en su vida. Una gran ausencia, que no revelaré porque sobre ella gravita todo el segundo acto. Esa vieja herida abierta es, de hecho, el verdadero conflicto de la obra. El "conflicto" del joven Gardiner es, en comparación, muy pequeñito. Y anticuado: en ese sentido parece, realmente, una obra de los setenta.

Pero predomina el humor, la ternura, el doble regalo a los actores. ¡Y menudos actores! Juan José Otegui repite judío: ya triunfó como el Gregory Solomon de El precio, y lo grande es que no aprovecha un átomo (ni un gesto, ni un giro verbal) de aquella composición. Allí era el sol, aquí la oscuridad. O mejor, la penumbra. Un trabajo antipódico pero igualmente milimetrado. Un timing afiladísimo. El paso del sarcasmo hostil a la intransigencia y, poco a poco, el crujido de un corazón que comienza a cuartearse y a mostrar la sangre de un antiguo e inmenso dolor. Otegui está que se sale y se lleva el show, por supuesto, pero Ponce no se lo regala. Pere Ponce es el catalizador, el encargado de sacudirle, de abrir todas las ventanas, hasta las más ocultas, y hacer que entre la luz. A propósito de luz: iba a escribir que Ponce es uno de nuestros mejores actores jóvenes cuando caigo en la cuenta de que ya tiene sus años, pero sigue manteniendo esa luz casi adolescente unida a una sabiduría técnica cada vez mayor. Se le nota un poco incómodo al principio del segundo acto, cuando el texto se pone sermoneador con el asunto gay, modelo "mi papá no me comprende". Es, ya digo, la parte más datada de la obra.

Como director, Echanove evita aquí esa tendencia a lo sentimentaloide y lo solemne que tiende a asomar en algunas de sus actuaciones, y mira que la comedia se prestaba a esos deslices. La emoción brota sin subrayados ni miradas al tendido: su primera puesta es muy firme, muy segura, muy concreta. Muy "americana", en el mejor sentido de la palabra. Y hay que destacar también la cuidadísima escenografía de Ana Garay: parece que haya visitado los viejos pisos de Manhattan, con sus columnas de hierro forjado, y se haya traído bajo el brazo la plancha de vapor de un dry cleaner como el que regentó el viejo Green. Resumiendo: el Bellas Artes tiene un éxito en las manos. La sala estaba llena y flotaba a la salida esa contagiosa sensación de plenitud, de haber pasado dos horas en una estupenda compañía. Plenitud de teatro bien hecho, de altísima profesionalidad, de arte. Y a la que corra la voz, los que correrán serán ustedes para reservar entradas.

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