Hoteles tristes
Refugiarse en los bares de los hoteles es una costumbre muy extendida en las grandes ciudades. Hay quien encuentra en estos espacios la elegancia y el anonimato cosmopolita ideales para disimular su alcoholismo, y quien considera que no existe un lugar mejor para leer los periódicos, sobre todo si son extranjeros. Así pues, acudí al bar del hotel Princesa Sofía cargado con prensa extranjera y una sed cosmopolita. Acababa de ver la película Animals ferits, en la que una pareja de amantes barceloneses se cita siempre en la habitación 1723 de este establecimiento, y me pareció que allí podría reflexionar mejor sobre las adaptaciones cinematográficas de escritores catalanes. En esta ocasión, quien ha inspirado al director Ventura Pons ha sido Jordi Puntí y su libro Animals tristos. Como suele ocurrir, lo primero que hizo el cineasta fue cambiar el título y convertir en heridos a animales que, en principio, tan sólo estaban tristes. A partir de allí, los argumentos se adaptan y moldean, los diálogos se recargan o aligeran, y el cine y la literatura inician sus negociaciones de mutua dependencia.
Hay quien considera que no existe un lugar mejor que el bar de un hotel para leer los periódicos, sobre todo si son extranjeros
En la película de Pons, los amantes siempre eligen la habitación 1723 porque desde allí, utilizando unos prismáticos, él (José Coronado) puede ver su casa de Pedralbes y a su mujer (Cecilia Rosetto), cornuda y neurasténica, aburriéndose en la terraza. Eso le excita, y ya se sabe que los caminos de la excitación son insondables. En el libro de Puntí, en cambio, la habitación es la 18 del piso 17 (1718), así que subí a comprobar la numeración. Utilicé un ascensor en el que, a diferencia de los ascensores de hotel de Los Ángeles o Tokio, no había ningún cartel con una de las inscripciones más cómicas del sector: "En caso de terremoto, por favor, mantenga la calma". Una vez arriba, dos placas indicaban pasillos opuestos. La primera: habitaciones de la 1702 a la 1715. La segunda: de la 1723 a la 1737. ¿Qué pasó con la 1718? Pertenece al vastísimo mundo de lo literario, como tantos rincones de hotel, y eso debió de obligar a Pons a ceñirse a la realidad. No vi ninguna bandeja en el suelo con restos de desayunos y cafeteras de hotel, de esas que el suicidado actor George Sanders describía así: "Los hoteles te ofrecen dos posibilidades muy claras, o quemarte los dedos o las rodillas, pero en ningún caso saldrás indemne de la experiencia".
Uno de los exponentes más redundantes de lo literario y cinematográfico que puede llegar a ser un hotel es el Chelsea de Nueva York, que concentra recuerdos de Dylan Thomas (habitación 206), Arthur Miller, Tennessee Williams, Sam Shepard y Arthur C. Clarke (habitación 1008), entre otros. De regreso al bar (con un nombre filosófico: bar Contraste), me dediqué a observar a los visitantes intentando adivinar cuántos de los que entraban eran amantes citados para cometer adulterio y cuántos simples ejecutivos atrapados por la dichosa feria 3 GMS (que ha provocado un aumento considerable de la población corredora de footing). Emulando a los grandes cronistas de la ciudad, pedí una ginebra doble de una marca decadente, puse cara de hombre viajado y empecé a leer Libération y The Guardian simultáneamente. La casualidad quiso que en el periódico francés me tropezara con una información sobre Barcelona. El corresponsal, Edouard Waintrop, informaba a sus lectores de que el "neoneorrealismo" se está convirtiendo en la marca cinematográfica de la ciudad. "Y yo con esos pelos", pensé. Por suerte, estaba cómodamente sentado, lo cual me permitió no caerme de la silla, y supuse que Ventura Pons no forma parte de esta tendencia que, una vez fuera de nuestras fronteras, adquirirá, me temo, categoría de etiqueta chorra universal.
Fue entonces cuando leí que acababa de morir Darry Cowl, a los 80 años y de cáncer de pulmón. Durante unos minutos, la noticia me convirtió en un animal herido y triste. Cowl animó las películas más divertidas de mi infancia. Era un actor extravagante, expresivo y original cuya característica más relevante era que tartamudeaba sin parecer un actor que finge tartamudear. Leyendo su necrológica, me enteré de la razón por la que tartamudeaba: cuando tenía seis años, la mujer que le cuidaba lo cogió por los pies, lo sacó por la ventana y lo dejó colgando, sin soltarlo, hasta que Cowl quedó lo bastante traumatizado para no volver a hablar a un ritmo, digamos, convencional. Tenía unos ojos enormes y el pelo rizado, igual que el hombre que se me acercó para preguntarme si yo era Mister Klosterman. Por un momento, sentí la tentación de responder que sí, pero me contuve. El único Klosterman que conozco, y no personalmente, es Chuck Klosterman, autor de unas psicotrópicas crónicas en las que, por cierto, se habla del hotel Chelsea. La colección Reservoir Books acaba de publicarlas con un título digno de George Sanders: Pégate un tiro para sobrevivir. El estilo de Klosterman tiene poco que ver con el de los cronistas que a media tarde se refugian en los bares de hotel a leer prensa extranjera. Les pondré un ejemplo. Sobre Nueva York, escribió: "El suelo está caliente, los edificios de obra vista están calientes, el cielo es bajo, la gente está cabreada, y todo huele a sudor y vómito y basura podrida". A eso le llamo yo neoneorealismo.
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