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Columna
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El 'malismo'

En nuestra actual vida pública sobreabundan los juicios de intenciones, las descalificaciones. El tremendismo constituye el arranque de algunos medios de comunicación, el leit motiv de articulistas y el pan nuestro de cada día de los políticos de la derecha. No es que ya se opongan: es que no dejan pasar una, y si no la hay, se la inventan o profetizan calamidades. Es una gran ola que avanza imparable y se lo va comiendo todo, sin parar, avasalladora. Sale gratis. Cuando mete la pata sigue cabalgando sin echar la vista atrás. Si se demuestra que sus visiones sobre la cuestión vasca no eran las mejores o que tampoco atinaron con el Estatut, da igual: el tsunami rompe ya lejos y a quién preocupará que no siempre haya fluido por el cauce de la convivencia. El PP ha inventado lo del buenismo para satirizar la política de buen talante de Zapatero. Quizás por ello practica el malismo, no atarse los machos por cuestiones de escrúpulo, que en política vale todo.

En estos meses de pasión la vida cotidiana transcurre al margen de las premoniciones de tragedias, maldiciones y avisos de rebelión ciudadana. La realidad resulta el bálsamo, frente a los desmanes intelectuales con que la interpreta el imaginario de los políticos. Pero no debe de ser consuelo este contraste inmenso entre las ficciones políticas y la vida ciudadana, que va a su ritmo y que tarde o temprano, elecciones mandan, pondrá las cosas en su sitio. Pues si uno vive en medio del griterío pueden pasarle dos cosas: que acabe sordo o que también grite, para que se le oiga en el estruendo. Ninguna de las dos parece aconsejable.

El poder: tal resulta la justificación del despliegue de malismo. Se diría que la derecha está dispuesta a ensordecernos para conseguirlo. No se piense que si se produjese tal suerte podríamos descansar en paz. Continuaría el estruendo, realizado desde el gobierno. Recuérdense los últimos años de Aznar, decenas de tertulianos arrebatándose la palabra para descalificar a todo lo que se moviera. Lo mismo desde el gobierno y desde el partido gobernante, el PP en funciones de PP: no dejaban títere con cabeza, la avalancha venía de arriba abajo.

Así, lo que pasa ahora viene de atrás. Cuando menos, desde los últimos gobiernos de Felipe González, cuando el acoso mediático y político se convirtió en el medio para conseguir el poder. Estamos ante un mecanismo que tiene al menos década y media de uso. Lo utilizó la derecha en la oposición para llegar al gobierno; y en éste, para mantenerse. Es el recurso al que acude ahora para recuperarlo.

El procedimiento, por lo que revela de catadura política y de vacío argumental, estremece. Agita el patio para conseguir el poder sin parar en mientes sobre si así se destroza la convivencia; segundo, porque no hay pudor en sostener razonamientos espúreos, conclusiones traídas por los pelos y en propagar insidias. Véase el guirigay actual sobre el tema de la negociación/no negociación con ETA. Todas las hipótesis sobre lo que puede suceder están ya descontadas y condenadas por perversas en medio de indignaciones, porque, se dice, se ha traicionado ya, se ha vendido la autodeterminación por un plato de lentejas, se ha negociado con terroristas. Los descalificadores no dan ningún dato concreto, sólo sus opiniones, pero eso no les impide jugar con el fuego de sus sentencias definitivas. Es terrible. Oyendo lo que hay, se diría que el Gobierno no tiene otra opción que actuar al dictado de la oposición. O que sólo sirve que el Gobierno, avergonzado, deje de serlo y, corrido, se vaya a su casa para nunca más volver.

Afortunadamente, nuestra escena pública es asimétrica. Imagínense que de la izquierda se apodera el síndrome agresivo de la derecha, su saña bravucona y similar costumbre de sustituir el sentido común por el vocerío. Ha habido suerte: esto no ha pasado, aunque podía haber sucedido. Si la izquierda actuase con la irresponsabilidad trabucaire de la derecha el resultado no sería sólo un choque de trenes, sino algo mucho peor, el gran desaguisado. Conviene tocar madera, pues no se puede esperar que siempre se porten de forma responsable los mismos, mientras el otro lado disfruta enseñando en público sus esencias. Que, bien miradas, tampoco son para tanto.

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