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Columna
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Illa, illa, illa

Si alguna vez hubo un miércoles que nunca tenía que haber sido el día siguiente del martes, era aquel. O, al menos, de ese modo lo sentía Juan Urbano, que cuando ayer salió, calle de la Magdalena arriba, a desayunar sus dos cafés con churros de todas las mañanas en su bar de todos los días, estaba tan deprimido que si alguien a su espalda hubiese gritado la palabra "felpudo", él hubiese contestado: "¿Es a mí?". Se encontraba tan mal que ni siquiera había leído antes de salir a la calle, como era su costumbre, tres o cuatro páginas de alguno de sus libros de filosofía, hasta el punto de que no sólo es que no se hubiese echado a la cara una triste suspensión teleológica de Kierkegaard o, qué menos, unas cuantas interrogaciones hegeliano-freudianas de Lacan, sino que cuando se le vino oportunamente a la cabeza un aforismo de su amado Cioran según el cual "el deber de la lucidez es alcanzar una desesperación correcta", en lugar de meditar profundamente sobre las palabras del maestro, dio un manotazo al aire y dijo, preso de la cólera y prófugo de la razón: "Que te den, Cioran". O sea, imagínense.

Porque Juan Urbano, como ustedes saben, es socio del Real Madrid y, como la mayor parte de nosotros, había pasado toda la semana ilusionado con la remontada histórica que íbamos a hacer en el Santiago Bernabéu y ante el Zaragoza. Y no es que Juan, en cuanto deja de leer a Feuerbach y se pone la bufanda blanca, se transforme en Pepe el Hincha. En absoluto, porque él, un hombre meditativo donde los haya, sabe perfectamente dónde va cada cosa y cuál es su tamaño en la vida, quién es Rubinstein y quién es Manolo el del Bombo. Por lo cual, hace ya mucho tiempo que dedujo que, sin duda, el fútbol importa mucho más. Es decir, que en ese terreno, ni raciocinio ni gaitas. ¿Seis a uno en el partido de ida? ¿Y qué? Illa, illa, illa, Juanito maravilla.

"En esta vida", ponderaba Juan Urbano, intentando encontrar un punto de equilibrio entre el apasionamiento y la reflexión, "hay dos clases de personas, separadas una de las otras por siete letras de diferencia: las que consideran el fútbol un estado de ánimo y las que lo consideran un establo de animales. Bien, pues a los segundos habría que hablarles de cómo el fútbol ensancha la amistad y promueve los sentidos: la felicidad, la tristeza, la decepción...". Ahí detuvo su autoconferencia, porque al decir la palabra "decepción", se le vino otra vez el mundo encima y ya no pudo sino reconocer, filosóficamente hablando, las numerosas coincidencias que podían apreciarse entre los restos de su desayuno y su alma, que también parecía un churro blando y lleno de café frío. Illa, illa, i... Es que la cosa fue muy dura, después de toda una semana discutiendo con los aficionados sin fe, los que creían que lo de la heroica no era más que un truco publicitario y que pretender aún pasar la eliminatoria de Copa, tras el Lepanto de La Romareda, era como zarandear a Leibniz esperando que le cayesen manzanas de la peluca. Y, sin embargo, ya ven: tanta ilusión para esto, para quedarse a las puertas de la hazaña y en cuatro a cero, a un simple Ronaldo del triunfo, con la gloria en la punta de los dedos.

Sin embargo, Juan terminó por imponerse a la derrota, por el camino de conducir las cosas del territorio de lo concreto al de lo general. Porque, vamos a ver, ¿acaso no había sido maravillosa toda aquella esperanza? ¿No es genial el modo en que un encuentro de fútbol como el del martes parece influir en toda una ciudad como Madrid y, según se acerca la hora del imposible, la va llenando de energía y convencimiento, hasta el punto de convocar a los fantasmas, illa, illa, illa, para que nos ayuden? "Qué fantástico, en el fondo, que eso aún ocurra en mitad de este mundo tan pragmático, tan adverso a la magia y a menudo tan cibercínico", pensó Juan Urbano.

Hay gente que sólo ve en el Real Madrid a 11 millonarios en pantalones cortos que corren tras una pelota. No es así. En realidad, el fútbol es un sentimiento de uniforme, que tiende al melodramatismo y a la épica, según las circunstancias, como todos los grandes espectáculos, y, en el fondo, se parece mucho a ellos: ¿se atreve alguien a decir, por ejemplo, que la forma de parar el balón de Zidane no es una ópera? Hombre, por Dios.

Juan Urbano fue a trabajar con la cabeza alta, orgulloso de su equipo y de su ciudad, seguro de que, en ocasiones, de una derrota también se puede salir con la camiseta más limpia. Si llega a ser de noche, se va a la Cibeles.

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