Madrid
La inauguración del nuevo aeropuerto de Madrid ha sido un gran fracaso. No del Gobierno, ni del Ministerio de Fomento, ni de Aena, por supuesto, sino de la sociedad mediática española. El miércoles pasado traía este diario una carta ejemplar del ciudadano español Carlos Cortijo, ahora residente en Dulles, Estado de Virginia. La carta empezaba: "He estado trabajando en las obras de la T-4 de Barajas durante ocho años de mi vida". Luego seguían amargas consideraciones. Baste resumirlas en este párrafo: "Y en la prensa española me encuentro con que la preocupación es que sólo hay autobuses cada 10 minutos y multitud de detalles parecidos. La única referencia al edificio que encuentro es que un pasajero dijo que la cubierta 'es bonita". Absolutamente cierto. Absolutamente injusto.
El nuevo aeropuerto es un acontecimiento formidable de la obra pública, y la obra pública es uno de los grandes acontecimientos de la vida en las ciudades
El nuevo aeropuerto es un acontecimiento formidable de la obra pública, y la obra pública es uno de los grandes acontecimientos de la vida en las ciudades. El aeropuerto, además, es un lugar central en nuestra vida. Es evidente que, desde el punto de vista de la vida simbólica, de la imaginación y de las metáforas, un aeropuerto es un territorio sagrado. En cuanto a la vida documentada no hay duda de que allí se viven cada día escenas de gran énfasis dramático, entre los que van y los que vuelven, y que uno se cruza en los largos tapices móviles. Sin embargo, el aeropuerto tiene, sobre todo, un portentoso interés físico, material. Centrado en su vida interior, podría decirse. No me estoy refiriendo al alma, sino estrictamente al cableado, es decir, a la fantasía materialista de poder dar una vuelta de calcetín al inmenso monstruo y ver sus trillones de fibras conectadas. Una locura extática.
La poderosa presencia material del lugar había desaparecido en Barajas, engullida por el crecimiento humano. Las viejas terminales eran últimamente lugares de hacinamiento, cárceles de viajeros. La T-4 ensancha el mundo como un descubrimiento. Puede que a alguien le parezca "bonita". Está en su derecho. Para mi gusto, por el contrario, es algo amanerada, y tiene una desagradable influencia religiosa, hasta el punto de que bajo sus bóvedas me parece oler a incienso. Pero no es lo que importa. Importa su poder. Eso, en fin, que los arquitectos llaman el gesto. Para recorrer la terminal de punta a punta hay que disponer de más de media hora. El viaje empieza antes. Han sido devueltos al viajero la soledad y el silencio y otra vez puede oírse el roce de los muslos de nylon. Estas son las grandes noticias, y no hay periódicos donde leerlas.
En el desdén mediático hacia el gran aeropuerto hay otro factor clave. Madrid. Probablemente sea la ciudad menos orgullosa del mundo. Aún es la hora de que se mire a sí misma. Probablemente el tema de España y su enfermedad agotaron todas sus energías autoafirmadoras. El tema ha dado mucho de sí, pero ha dejado a la ciudad vacía de ego. Para los periódicos esto es un gran inconveniente. Aparte de la acción, las ciudades, como los hombres, deben presentar relatos convincentes de sí mismos. Ésta era justamente una de las antiguas obligaciones de los periódicos, y en especial, de sus cronistas. Pero ahora hay mucho trabajo y el relato ha de venir fabricado por los gabinetes. Hace ahora un año, Madrid vivió un leve momento de autodelectación. Fue con el incendio del Windsor. Duró escasamente una madrugada: allí se vio a algunos madrileños, con el alcalde a la cabeza, por un rato mirando. Pero enseguida volvieron a lo suyo. Lo suyo, naturalmente, es lo propio de la Corte: especulaciones, misterios, fantasmas rondando las ventanas, alta intriga de las grandes ciudades del poder, y los hombres a recoger los escombros y arreglar lo más rápidamente el socavón.
Calladamente, sin sainetes ni tragicomedias, la emergencia de la ciudad de Madrid se ha convertido en la noticia más profunda de la democracia española. Se trate del metro, de las reformas de sus museos, de sus túneles urbanos, del nuevo aeropuerto o de los fenomenales planes de crecimiento por el Norte, la fuerza de Madrid es impresionante. Y otro asunto, sorprendente para quien conozca el pasado: casi todo funciona mejor en Madrid que en cualquier otra ciudad de España. Si llega algún día en que además pueda pasearse por ella, la impresión será considerable. Su potencia no puede rebajarse aludiendo a la suerte. Madrid no ha sido una ciudad especialmente afortunada. En 1981 hubo de ver cómo todos los diarios del mundo reproducían la imagen de una vieja calle suya, la Carrera de San Jerónimo, asaltada por un grupo cañí. El 11 de marzo de 2004 fue el escenario de la más grave matanza yihadista en Europa. Una matanza, por cierto, que obtuvo de las emergencias ciudadanas una respuesta asistencial de excepción. Y lo impensable: ya se sabe que fue un error absurdo el que impidió que Madrid organizara los Juegos Olímpicos. Por cierto: después del fracaso la ciudad se levantó fresca como una rosa, sin lloriqueos.
La sequedad sentimental y las sonrojantes tribulaciones con que el gran aeropuerto ha sido recibido sólo despiertan irritación en los exiliados, tipo Cortijo y otros que me callo. En cuanto a los madrileños, hace mucho que saben que mirarse al espejo sólo lleva al callejón del Gato.
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