Nueva York: la ciudad soñada de Averroes
En el debate surgido a raíz del incendio de coches en París entre el filósofo Alain Finkelkraut y sus adversarios pareció existir consenso en un punto: naturalmente, Francia no querría el multiculturalismo estadounidense. Yo pensé para mí: "¿Y por qué no?". Otras quejas fueron que Finkelkraut representaba "la voz de Estados Unidos". Sentí la misma profunda tristeza que había experimentado varios años atrás cuando un buen amigo de Barcelona, con la intención de mostrarme bajo una luz positiva, me presentó a sus amigos españoles y franceses en la cena de un artista en el East Village diciendo: "Barbara es contraria a Bush". Yo me preguntaba cómo se sentiría un escritor barcelonés si fuera presentado en una reunión literaria como una persona que no había votado a Aznar. Me sentí desorientada, como si se hubiera profanado mi hogar, y al cabo de unos minutos me marché.
El pequeño y sucio secreto es que, desde el punto de vista humano, Nueva York representa un logro tremendo, y personifica algo más que restaurantes elegantes, un extravagante telón de fondo para las películas de Woody Allen y el lugar en que escritores y artistas extranjeros ansían triunfar. Estados Unidos ha tenido su propio pasado vergonzoso. Hemos experimentado numerosos fracasos, incluida la guerra en Irak, pero en lo que concierne al racismo, el país ha evolucionado: nuestra actitud no se parece en nada a la que prevaleció en los años cincuenta. Los 900.000 judíos y los 600.000 musulmanes de Nueva York coexisten pacíficamente, y el 11-S no provocó ninguna reacción violenta contra las poblaciones musulmana y árabe. En 1955, Nueva York estaba integrada por un 85% de blancos y un 15% de "otros"; actualmente hay un 45% de blancos y un 55% de "otros". ¿Cómo pudo tener lugar esta transformación sin que nadie rechistara? El inglés, el español y el chino (el 40% de los neoyorquinos nacieron fuera de Estados Unidos) se han convertido en nuestras lenguas oficiales, también sin que se oyera a nadie rechistar. En contraste con nuestra negativa reputación en el resto del país, la Gran Manzana es una de las tres ciudades más seguras de Estados Unidos. Y lo que es todavía más importante, la ciudad nunca ha sufrido los estallidos de religiosidad frecuentes en otros lugares.
Contrariamente a la sentimental teoría histórica del "crisol", los grupos de inmigrantes que llegaron a Nueva York a finales del siglo XIX no se mezclaron automáticamente unos con otros. La mayoría de las veces, la unión de fuerzas se produjo desde arriba hacia abajo, y no al revés. F. Scott Fitzgerald lo comprendió, y en My Lost City lo resumía así: "(El Manhattan de los años veinte) ya era la ciudad alta y blanca de hoy, con la febril actividad del auge, pero en general seguía estando mal acoplada... La sociedad (la alta burguesía) y el arte nativo no se habían fundido; Ellen Mackay (alta sociedad) todavía no estaba casada con Irving Berlin (el autor musical judío)". Dicho sin rodeos, la forma cultural de la ciudad cristalizó cuando los progresistas dentro de la población dominante blanca, anglosajona y protestante (muchos de los cuales, al igual que Fitzgerald, se habían trasladado deliberadamente a Nueva York desde otras zonas del país) empezaron a mezclarse con la burguesía no cristiana: los judíos. (Durante este mismo periodo, negros y judíos formaban también una estrecha alianza política y cultural). Esta burguesía cívica mezclada creó una infinidad de instituciones laicas no cristianas: lugares públicos, hospitales, museos, escuelas privadas "no confesionales", periódicos o lo que fuera, y aportó a la ciudad su marco esencial. (La mayor catedral de Nueva York, San Juan el Divino, a pesar de ser episcopaliana, es ecuménica, abierta a todos los grupos). Nueva York ha tenido su ración de fechorías horrendas, pero la modalidad social es la adaptación (Averroes, el filósofo musulmán del siglo XII nacido en Córdoba, habría adorado Manhattan) en lugar del prejuicio. Cabe señalar que Nueva York fue la única gran ciudad que no se vio afectada por las violentas revueltas raciales de los años sesenta. (El alcalde Lindsay podía pasear sin escolta por las calles de Harlem, mientras que en Washington, Chicago y Los Ángeles, el grito era: "Arde, pequeño, arde").
Yo soy una persona laica, hija de unos padres cuyos dioses eran la literatura, el Modernismo y la Constitución y, sin embargo, creo que mis colegas intelectuales de la izquierda han errado al subestimar el poder y la necesidad de la religión. La plétora de vacaciones que dan comienzo con Acción de Gracias, siguen con la Januká, el Ramadán y la Kwanza africana, y culminan en una paganizada y comercial Navidad, con el Año Nuevo chino como remate, ofrece un espacio positivo de respiro, un marco para una población diversa que la abstracta separación legal de Iglesia y Estado no puede proporcionar. La necesidad para los no cristianos de este espacio espiritual de respiro, que es una necesidad esencial que va más allá de una creencia religiosa concreta, nunca ha sido verdaderamente comprendida en Europa; un ejemplo actual es el de los groseros retratos de Mahoma. (El tabú contra la representación de Dios, satírica o de otro tipo, llega a los musulmanes a través de la religión judía, con su antigua prohibición de la idolatría).
En lo que respecta a la inmigración y el racismo, Estados Unidos, muy a pesar nuestro, es un país muy viejo: estos problemas llevan con nosotros desde el principio. Estaría bien, a pesar de Bush, que a la hora de determinar su propio futuro, los intelectuales franceses tuvieran una mentalidad lo bastante abierta como para tener en cuenta tanto los éxitos como los fracasos del que ha sido nuestro principal empeño.
Barbara Probst Solomon es periodista y escritora estadounidense. Traducción de News Clips.
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