Veinte años no es nada
"Y me hice documentalista para no escribir sino escuchar. Y anotar las voces de la propia vida".
Alés Adamóvich, Cuaderno de notas, 1990.
Antes de referirme a la llamada literatura documental, aunque no pueda detenerme en ellos quisiera al menos constatar tres hechos relevantes en estos últimos veinte años: la irrupción de las mujeres (Svetlana Aleksiévich, Nina Gorlánova, Mariam Yuzefóvskaya, Inna Lisniánskaya, Margarita Meklina, Marina Paléi, Liudmila Petrushévakaya, Viktoria Tókareva, las dos hermanas Tatiana y Natalia Tolstaya, Liudmila Ulítskaya, Marina Vishnevétskaya, etcétera) -ahora como antes mucho más presentes que en nuestra literatura-; la gran vitalidad poética actual, así como el sinnúmero de autores jóvenes (véase la página de Vavilon, por ejemplo
Muchos escritores que han sobrevivido a la antigua URSS buscan el sentido a una vida rota
[http://www.vavilon.ru/]). (A propósito de las páginas web, citemos el salón de revistas [http://magazines.russ.ru/] y la enorme biblioteca de Maksim Moshkov , dos grandes ventanas de la literatura rusa).
Me referiré sólo a la literatura documental, fenómeno, por otro lado natural en un país que ha roto con un pasado traumático. Muchos escritores que han sobrevivido a la antigua URSS buscan el sentido a una vida rota, pues con la desaparición del continente soviético y de su proyecto político, la intelectualidad, formada sobre todo por escritores que dentro y fuera del país soñaban con otra vida, de pronto se ha encontrado con un pasado que ha de formular o entender a la luz del cataclismo.
No es éste un género ni una actitud nueva y sus cimientos ya están en Pushkin, como podemos verlo sobre todo en Chéjov, quien tras "desjerarquizar" (con perdón) la literatura ensanchó los horizontes del oficio de escribir. Ya Isaak Babel pretende dar sentido narrativo al nuevo mundo en su Caballería roja (1926), toda ella levantada a golpe de documento; como Varlam Shalámov no puede dejar de verter en verso y en prosa su inenarrable experiencia "concentracionaria". Y desde la disidencia, Yuli Aijenvald en su magnífico Don Quijote en la tierra rusa no sólo escruta la presencia del recordado hidalgo en la Rusia de todos los tiempos, sino que narra numerosos ejemplos de quijotismo ruso.
Con el final de la URSS, hasta poetas como Bulat Okudzhava o (antes) Joseph Brodsky, como miles de testigos -escritores o no-, intentaron narrarse y narrar sus sueños hechos pesadilla, o vomitar todo aquello que callaron en nombre de un futuro hoy muerto, dar sentido, en suma, a su vida y su tiempo. Ya situados en la actualidad, otro poeta, Vitali Shentalinski, reconstruye literariamente la obra y la vida de otros escritores represaliados y desaparecidos a partir de los documentos del KGB.
Svetlana Alesiévich con sus montajes literarios, hechos con la voz de testimonios y protagonistas, nos acerca a la guerra de Afganistán o a la catástrofe de Chernóbil. Como después de la "guerra patria" su maestro Alés Adamóvich, junto con Daniil Granin, quiere acercarse al bloqueo de Leningrado. Y hoy escritores como Oleg Yermakov recorren las huellas de la guerra de Afganistán, o Oleg Pávlov, las de la guerra de Chechenia...
Pero entre los muchos autores cercanos a este género, quisiera destacar a dos escritores traducidos -Serguéi Dovlátov y Rubén Gallego- y otros dos aún por aparecer en forma de libro en español -Natalia Tolstaya y Vasili Golovánov-.
Sobre Seguéi Dovlátov (1941- 1999) -el autor de Zona (1982), la fusión más transparente entre ficción y documento-, Joseph Brodsky escribió la aproximación más precisa a su arte: "...Seriozha era ante todo un magnífico estilista. Sus relatos se mantienen más que nada sobre el ritmo de la frase, sobre la cadencia de la voz del escritor. Están escritos como versos: el argumento tiene un valor secundario, es sólo el pretexto para narrar. Es más un canto que una narración. (...) La imagen del hombre que surge de sus relatos no coincide con la tradición literaria rusa y, claro está, es muy autobiográfica. Se trata de un ser que ni justifica la realidad ni a sí mismo; es un hombre que intenta desprenderse de ella como de una nube de moscas, que quiere abandonar el lugar, o si no, poner en él cierto orden o descubrir entre la suciedad cierto sentido, la mano de la providencia...
[(Dovlátov) Es notable, en primer lugar, precisamente por renunciar a la tradición trágica de la literatura rusa (que es siempre la denominación de la inercia) y, en la misma medida, a su autocomplaciente patetismo. La tonalidad de su prosa es de una burlonería contenida, a pesar de lo desesperado de la existencia que el autor describe].
Rubén Gallego, escritor ruso conocido en España y de quien Alfaguara prepara un segundo libro, Ajedrez, recibió el Booker ruso en 2004 por su primera obra, Blanco sobre negro, por crear en mi opinión el documento literario más logrado sobre lo que queda de humano en nosotros en las circunstancias más extremas. Para mí, que he tenido la fortuna de ser su traductor.
De Natalia Tolstaya sólo ha aparecido un relato en Nueva Revista, pero ningún editor ha apostado por esta combinación de verismo y humor que bebe en Chéjov y Dovlátov. Relatos premeditadamente despojados de todo ornamento, situados en lo cotidiano, de un humor corrosivo por el efecto demoledor de su desnudez, carácter directo e inteligencia. Construye una galería de cuadros que permite reconstruir el terremoto ruso visto por las mujeres.
Otra línea presente entre los escritores rusos y también en la narrativa documental es la voluntad de despojar de ideología la literatura, reacción lógica después de tantos años de evangelización en uno u otro sentido. Y ¿qué puede haber más limpio de basura mental que el viaje? Vasili Golovánov (1960), que ya en 1996 había participado en la primera conferencia de geopoética, a mi entender intenta construir la prosa desde el principio, o desde el principio según el cual entender es narrar, regresando de nuevo a Pushkin y Chéjov. De entre su ya extensa obra, destaca La Isla o justificación de los viajes inútiles (2002). Su mirada se detiene en la isla Kolgúyev en el mar de Barents, a la que dedica su libro, con aproximaciones de todo género, construyendo un viaje hacia su propio interior aún más radical en su inmediatez y sinceridad que el memorable Mar Negro de Asherson. Golovánov recorre la tierra rusa en busca de sus voces y símbolos. El autor busca las ruinas de Chevengur, el lugar que pudiera haber inspirado la obra de Platónov, o en Tachankas del sur (1997) sigue la suerte de Nestor Majnó, un líder anarquista ucraniano que en la guerra civil rusa se encontró entre los rojos y los blancos; o construye lo que él mismo llama una "geografía total del mar Caspio". Para acabar citemos de él su Visión de Asia, un breve ensayo que también podía haber llamado el hechizo de Asia, donde espacio y yo se funden para transmitirnos el respirar del mundo.
Ricardo San Vicente es traductor del ruso.
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