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La deriva radical

Resulta difícil describir la oposición que está realizando el Partido Popular. Funciona mediante eslóganes y descalificaciones que varían semanalmente, aunque siempre son variaciones sobre el mismo tema. El presidente del Gobierno es un "insolvente", un "cobarde", un "incompetente", un "bobo", un "traidor", un "golpista"... El presidente y su Gobierno "rompen la Constitución", "destruyen la familia", "entregan España a los radicales separatistas"... Cuando toca País Vasco, se sacan las consignas correspondientes: "Nunca hemos estado peor en la lucha contra ETA", "Batasuna ganó las últimas elecciones vascas", "el Gobierno está negociando con los terroristas"... En ocasiones se cuelan fórmulas incomprensibles que dejan a todo el mundo desconcertado, como aquella de que "el Ejército no es una ONG".

La estrategia se les va de las manos con alguna frecuencia, como cuando lanzan sospechas de connivencia entre el PSOE y los autores de la masacre del 11-M, disculpan amenazas golpistas, hacen proclamas dudosamente democráticas en las que se cuestiona la legitimidad del actual Gobierno, o proponen medidas inconstitucionales, como un referéndum nacional sobre el Estatuto catalán.

El Partido Popular parece empeñado en echar por la borda una reputación democrática que le costó años conseguir. Durante mucho tiempo, antes de que llegaran al Gobierno en el 96, pero también después, incluso en los momentos más tensos de su segunda legislatura, a muchos nos pareció ofensivo que los dirigentes socialistas sembraran dudas sobre la condición democrática del PP, hablando de "neofranquistas", de la "derechona autoritaria", etc.

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Por eso mismo resulta tan extraño el comportamiento que tiene el PP desde que perdió las elecciones en 2004. Los primeros síntomas pudieron detectarse en la Comisión de Investigación del 11-M, aunque la situación no se descontroló hasta el debate del estado de la nación de mayo de 2005. El discurso de Rajoy fue el pistoletazo de salida para que el partido se entregara a la tarea de erosionar al Gobierno sin reparar en los medios utilizados. A partir de aquel momento, todo ha valido. Anunciar la desmembración de España y la conculcación del texto constitucional, o vincular el Estatuto de Cataluña con ETA. El partido que acusaba a Zapatero de "progre de pancarta" no ha tenido reparo en manifestarse por los motivos más diversos; aprobó una reforma legal para meter a Ibarretxe en la cárcel si convocaba un referéndum sobre su plan, pero quiere ahora celebrar una consulta sobre el Estatuto propia del presidente Chávez, justificándola con la misma demagogia que utiliza el lehendakari: "¿Qué hay de malo en que la gente decida?".

Cabría pensar que la derecha actúa así porque el Gobierno ha jugado a excluir al Partido Popular de las grandes decisiones políticas. Esto, si fuera cierto, podría servir de pretexto, pero no de explicación, pues pasa por alto que los dirigentes del PP son adultos responsables que pueden modular la intensidad de su respuesta a esta supuesta exclusión. Por muchos desplantes que haya hecho el Gobierno, no se entiende que un partido que ha estado hasta hace muy poco tiempo en el poder se muestre dispuesto a llevar a cabo una confrontación electoralista centrándola en asuntos de Estado de la mayor gravedad.

Cabe pensar en dos explicaciones alternativas para entender la radicalización del PP. Por un lado, puede que Rajoy se sintiera cuestionado en su liderazgo tras la derrota de su partido, y que en un determinado momento considerase que la única manera de reforzarlo consistía en ponerse al frente de esta estrategia apocalíptica, subiéndose a lomos de una bestia cuyo rumbo no puede controlar. El partido, de hecho, ha cerrado filas en torno a él, y los más dogmáticos, como Ángel Acebes, parecen plenamente satisfechos. Que el PP se aleje del centro y de la moderación sería así una consecuencia no deseada de los problemas internos del partido.

Por otro lado, los dirigentes del PP saben que la victoria del PSOE el 14-M se debió en gran medida a un aumento importante de la participación, es decir, al hecho de que los tradicionales abstencionistas de izquierda decidieran en aquella ocasión votar a Zapatero. Puede que crean que una campaña extremadamente negativa no les haga ganar a ellos ni un solo voto más, pero genere sin embargo tal atmósfera de hastío con la política que muchos de esos votantes del PSOE en 2004 regresen a la abstención en las próximas elecciones generales.

Ya se notan algunos efectos de esta campaña radical. La política se ha encanallado tanto que muchos temen verse arrastrados por su desprestigio si se inclinan por defender al Gobierno. Hoy lo prudente parece ser denunciar el sectarismo que domina no al PP, sino a los partidos; decir que tan absurdo es criticar la famosa OPA como apoyarla; quejarse de la cortedad de miras no de la oposición, sino de la clase política. Esta nueva equidistancia es en sí misma un éxito de la estrategia destructiva del Partido Popular.

No obstante, hay razones para pensar que, a pesar de todo, esta campaña destructiva no se traducirá en una victoria electoral del PP, ni tendrá consecuencias irreversibles para la democracia.

Desde el punto de vista electoral, contamos con el antecedente de lo que ocurrió en la legislatura 1993-1996: entonces sí había motivos para la alarma ante los escándalos de la época, pero, aun así, con una campaña insólitamente virulenta, el PP sólo ganó por un estrecho margen. Ahora la principal dificultad para la derecha es que sus mensajes no se corresponden con la realidad que pueden percibir los ciudadanos en sus negocios cotidianos. Ni la familia se ha disuelto, ni España se ha roto, ni la economía se ha hundido, ni ETA gobierna en el nuevo Estado vasco. Si el Gobierno presenta unos resultados razonables en la extensión de los derechos sociales, en el reforzamiento del Estado del bienestar, en las inversiones públicas en tecnología e investigación, es probable que una buena parte de los votantes de centro no quiera saber nada de un partido como el PP que no es capaz de reconciliarse con la realidad.

Desde el punto de vista institucional, el sistema podrá resistir el embate del PP. España es hoy un país desarrollado y maduro. Sus conflictos y problemas no son los de hace un siglo. Por más que la derecha y sus apoyos mediáticos quieran crear una impresión de vértigo y de alarma,como si estuviera en juego el futuro de España en cada decisión política que hay que tomar, la realidad va a seguir refutando sus diagnósticos. A diferencia de los historiadores, que tienden a pensar que lo ocurrido en el pasado puede repetirse en el presente, creo que no tiene sentido trazar paralelismos con los sucesos políticos de los años treinta. Según muestra la investigación comparada, un país con el nivel de desarrollo de España no corre peligro ni de guerra civil ni de golpe de Estado. Ni el golpe del 36 ni la guerra civil posterior van a repetirse, sencillamente porque la riqueza modera decisivamente los conflictos sociales.

En este sentido, el Partido Popular, por muy irresponsable que sea su comportamiento, no constituye una amenaza para el funcionamiento del sistema, aunque degrada la democracia y el ejercicio de la política. Razón ésta más que suficiente para que reclamemos que el PP se comporte como los partidos conservadores de los países de nuestro entorno, y no como si estuviéramos en la España de hace setenta años. Aunque la derecha no se lo crea, puede ganar elecciones sin hacer tanto daño al país.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología de la Universidad Complutense.

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