Leer a Cervantes fuera de plazo
La celebración de los cuatrocientos años de la publicación del Quijote ha permitido, sin duda, nuevas lecturas de la obra de Cervantes. En mi caso, volver de nuevo al libro me ha servido para verlo ahora como irónico, divertido y descreído, cuyos personajes, no me parece que sirvan de argumento para forzadas tesis filosóficas. Si se pretendía ver en don Quijote y en su fiel Sancho algo así como modelos del hombre universal, ahora nos encontramos con un Cervantes que inventa un mundo abigarrado y complejo, repleto de personajes que nos interesan en sí mismo, con independencia de que su vida discurra por un pasado remoto. En ese pasado en que sus muchos lectores debieron reírse -y mucho- con las intencionadas maldades que el autor introduce en su texto, contra caballeros, escuderos y demás personal de las villas y cortes, pues, sin duda, comprendían mejor que nosotros las sutiles críticas de todo tipo contenidas en el libro.
Mirando el libro del lado de las mujeres, éste resulta igualmente desmitificador. A primera vista todo parece estar en orden y las mujeres que se mueven por la obra parecen ajustarse a los valores de la moral que correspondía al sexo femenino. Pero miradas con detenimiento, estos personajes cervantinos desbordan los modelos propios de la literatura de la época, repleta de tópicos misóginos sobre la maldad congénita de las mujeres y la razón que asiste a los hombres prudentes para apartarse de ellas o contenerlas en los estrechos márgenes del matrimonio. Este sería el caso de Teresa Panza, la correspondiente pero digna mujer de un pobre escudero, quien, a pesar de su ignorancia y rusticidad, está contemplada de una manera positiva, como la mujer necesaria al hombre, cuya ausencia es capaz de suplir eficazmente, manteniendo la casa, la escasa fortuna y el honor de la familia, sin dejar de trabajar, como su hija Sanchica, cuya dote están preparando. La mujer escribe -o hace escribir- al marido con el debido respeto, pero prudentemente manifiesta sus reservas ante las andanzas de una persona de la que no acaba de fiarse, como tampoco se fía de su exótico señor. Las mujeres de aquellos tiempos sabían, como muestra Teresa Panza que los hombres, con toda su virilidad y poder, no siempre podían manejarse solos, y salir airosos de sus aventuras cotidianas, pero, como ellas también, sabía que debía resignarse con el hombre que le había tocado en suerte y dar albricias y alegrarse cuando la fortuna le era favorable, como en algún momento creerá la desconfiada esposa del escudero, cuando recibe determinados presentes que pretenden probar que Sancho ha sido nombrado gobernador de una Ínsula.
En cuanto a la ideología que defendía la excelencia de las mujeres, contenida en los discursos caballerescos que referían la mayor perfección de las damas a los que los caballeros debían servir sin desmayo, Cervantes sabe también distanciarse de los tópicos al uso, por muy enraizados que estén en la literatura. Dulcinea es quien es, una mujer de carne y hueso, que alejada de los tópicos sobre la mujer perfecta, destinataria del perfecto amor del varón, no existe más que en la imaginación del caballero, que corresponde a la misma imaginación mendaz de los libros de caballerías; de forma que don Quijote, que pretende amar perfectamente, es decir descartando la carnalidad, se convierte en una burla de los excesos de los moralistas, que proponían como modelo de perfección el distanciamiento del sexo.
En esta representación de las cosas, Cervantes se muestra dentro del grupo de los humanistas más liberales en materia de moral y costumbres, capaces de dudar de la razón misógina y, con ella, de las graves razones de los doctores de la Iglesia que predicaban la inferioridad y el peligro de las mujeres, alabando el celibato y la contención sexual de los enamorados, aún en el matrimonio.
Don Quijote resulta un hombre -y un caballero- mucho más creíble cuando defiende a la pastora Marcela, acusada por otros pastores, que no son más que nobles y poetas disfrazados de amantes de la naturaleza, de haber provocado la muerte de un pretendiente que se queja de la frialdad y los desdenes con que le trata la hermosísima mujer. Esta se manifiesta con entera libertad al negar sus favores a los hombres que la solicitan pretendiendo ser amados por el simple hecho de solicitarlo. En esta pretensión masculina de recabar para sí el cumplimiento del amor ch'a nullo amato amar perdona, escribe Cervantes uno de los más bellos textos en defensa de la libertad de las mujeres: "Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la pastora Marcela, so pena de caer en la furia e indignación mia. Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Crisóstomo y cúan ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes; a cuya causa es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive".
Unas 200 figuras femeninas nos revelan un Cervantes inesperado que ni cuestiona la diferencia de sexos ni las jerarquías que esto conllevaba, pero que está lejos de hacer de ello una esencia que limite, más allá de lo necesario, la libertad de las mujeres en la relación con los hombres. En definitiva en Cervantes no parece posible el sueño de los misóginos que pretendían la sumisión absoluta de las mujeres al poder que se concedía a los hombres. Unos y otros conviven en su Quijote, juntos colaboran y se entienden cuando las dos partes se muestran razonables y decorosas en su papel; y no están en paz cuando media la falta de razón o la falta de razones.
Pasados los fastos y conmemoraciones, es tiempo aún para hacer otra lectura de Cervantes, mirando del lado de las mujeres, aunque sea ya fuera de plazo.
Isabel Morant es profesora de Historia de la Universidad de Valencia.
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