Las cimas del esfuerzo
Antxon Iturriza recoge en un libro la historia del montañismo vasco desde la posguerra al primer ascenso al Everest
Fueron escasos los fenómenos, en un País Vasco que se curaba de las heridas de la Guerra Civil, que tendiesen vínculos entre quienes habían permanecido en trincheras distintas, diesen cobijo a las inquietudes de las mujeres o generasen un impacto social que la dictadura tolerase. El montañismo fue uno de esos ejemplos. El periodista Antxon Iturriza (San Sebastián, 1948) ha recopilado la trayectoria de este deporte desde que se apagasen los rescoldos de la contienda hasta 1980, cuando Martín Zabaleta alcanzó la cima del Everest. Historia testimonial del montañismo vasco. De los Pirineos al Himalaya (1939-1980), editado por Pyrenaica, es el segundo volumen de los tres que componen este estudio.
Muchas fueron las fracturas que trajo consigo el conflicto, pero era hora de reconstruir la vida. A pesar de las diferencias y el pasado, quienes habían sido adversarios de armas volvieron a ser compañeros de cordada. "El espíritu para relegar todo ese trauma fue admirable, especialmente en los vencidos", expresa Iturriza. La montaña ejercía como "espejismo de la libertad" que no se podía hallar en las ciudades. Ese afán de superación se tradujo en las visitas de montañeros navarros a los Pirineos. Eso sí, vigilados por tres frentes: las fuerzas de seguridad franquistas, los maquis y las tropas nazis apostadas en la frontera.
El arraigo de la montaña no dejó de lado a las mujeres, en una época nada fácil para ellas. "Los medios de comunicación y los clubes alentaban a las mujeres a tomar parte. Siempre tuvieron buena acogida", dice Iturriza. Marichu Bilbao y Angelita Olano fueran las pioneras, aunque antes de luchar contra la montaña debieron hacerlo contra las autoridades y su obsesión por vestirlas con faldas.
La religiosidad, obligada o voluntaria, impregnaba también el montañismo. Los domingos eran día de misa y monte, así que las rampas de los macizos se transformaban frecuentemente en eucaristías multitudinarias, parecidas a las que precedían la apertura de un nuevo refugio o la colocación de la efigie de algún santo en las cumbres recién holladas.
El desarrollismo de los años 60 también dejó rastro en la montaña. Cruzar los Pirineos y el Estrecho de Gibraltar ya no eran proezas reservadas a unos pocos intrépidos. Aparecen nuevos destinos, como las sierras del Kilimanjaro o los gélidos montes de Groenlandia. No obstante, es la cordillera de los Andes la que más llama la atención. En 1967, una expedición vasca compuesta por siete deportistas atravesó la Trilogía del Condor.
Sin embargo, lo peor estaba a la vuelta. "En una proyección privada, alguien descubre el reflejo de una ikurriña en el camarote del barco que transportó a los montañeros hasta Perú". Tan minúsculo detalle se convirtió en una tormenta que llevó a las comisarías a los que habían arribado como héroes. El escándalo descalabró a la cúpula directiva vasca, pero originó un movimiento de solidaridad entre los aficionados que desembocó en la puesta en libertad de los detenidos.
Por entonces, son cada vez más los alpinistas de postín que visitan Euskadi para glosar sus experiencias. Todo ello fabricó un magma de apasionamiento que reveló la "asignatura pendiente" del montañismo vasco: el Everest. En 1974, cuando Nepal concedía visados a unos pocos, la expedición Tximist se quedó a apenas 300 metros de la cumbre.
Seis años después, Martín Zabaleta y el sherpa Pasang Temba liquidaron el déficit. "La repercusión fue insospechada y en todos los lugares se brindó por ellos", asegura Iturriza. Así, se cerraba un período y se abría otro, que abarca hasta la actualidad y que mantiene las constantes vitales de este deporte.
"Estamos conectados con el mar y la montaña. Lo único que hemos hecho es cambiar su uso. Antes se ascendían los montes por cuestiones de trabajo; ahora, por una vertiente lúdica, pero la confianza y la convivencia entre la montaña y el hombre en el País Vasco es permanente", asevera Iturriza.
La montaña también deja historias de solidaridad, como la que protagonizó uno de los emblemas de este deporte. Sheve Peña, el hombre que ascendió el Mont Blanc (4.808 metros) con 81 años, se atrevió en 1973 con el Aconcagua (6.962 metros). Allí coincide con el francés Roger Itord. Peña desiste de hacer cumbre cuando había llegado a los 6.800 metros. Itord continúa, pero sufre múltiples congelaciones y regresa al refugio con Peña. "Sheve, estoy muerto", le dice. Peña le frota continuamente para que entre en calor. El montañero vasco es rescatado y en el Hospital de Mendoza recibe la visita de Itord, que logró huir de su prisión de hielo: "Sheve, has perdido la cumbre, pero has salvado a un hombre", le espetó.
La cara oculta
Andrés Espinosa, Antxon Bandrés, Ángel Sopeña, Germán Díez de Basaldúa, Felipe Uriarte, Julio Villar... Nombres insoslayables del montañismo vasco por las valientes empresas que acometieron. Sin embargo, la montaña también encierra una cara oculta.
Aunque no fue la primera tragedia, la muerte de Enrique Bacigalupe, Carlos Ugartetxe, Manu Yanke y José María Peciña, cronista alpino de Radio San Sebastián, en el Mont Blanc en julio de 1953 motivó un terrible impacto en la sociedad.
Alberto Besga, superviviente de esa expedición, recuerda en el libro de Iturriza el consejo que les dio el gran alpinista francés Lionel Terray en una de las laderas del Mont Blanc: "Se avecina un temporal". Hicieron caso omiso. Besga, no obstante, volvió al refugio en busca de unas manoplas. Cuando volvió la vista, no quedaba rastro de la ruta de sus compañeros. Aguardó a que regresaran, pero el temporal se llevó sus vidas. La Gran Vía bilbaína, abarrotada de ciudadanos, se paralizó ante el paso de los féretros.
Más tarde, en 1976, otra desgracia azotó al montañismo vasco. Cinco vizcaínos -Isidoro Aguirre, Celestino Valverde, José Luis Alonso, Juan José Legorburu y Sebastián Álvarez- del club Juventus perdían la vida en el Cervino después de una tormenta. Nunca se encontraron sus cuerpos.
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