La nación cultural
Escucho a Ginesa Ortega en su último disco, Flamenca. Como todos los suyos, es un buen trabajo. Hay una bonita versión de Dos gardenias y un mazo de bulerías muy jondas. La siguiriya busca, aunque sea en el puro copón del flamenco. Y la soleá tiene esa gracia desdeñosa de Ginesa que me gusta tanto. Todo el disco, en fin, está cantado como le da la gana, y así lleva ya muchos años. Ginesa es una de nuestras grandes flamencas y la más libre. Una lástima, sin embargo, que no me pueda concentrar a fondo en lo que está cantando, más allá de discutirle la forma de algún tercio o alabarle el gusto en la armónica del bolero. La escucho, pero en seguida se me va el tarro de las esencias a otra parte. Es destino de los catalanes esquinados que no hallen paz ni en la música. Debería pensar en el azabache, ("se tiznen las malas lenguas"), pero estoy pensando en la nación. Para ser exacto, en la nación cultural. Han logrado llegar hasta aquí y es justo reconocerlo.
En el caso de Cataluña y la deliberación estatutaria, la promulgación de una nación cultural alcanza límites grotescos
De atender al pacto entre el presidente del Gobierno y el líder de Convergència, el párrafo nacional del preámbulo del nuevo Estatuto de Cataluña quedará redactado en estos términos: "El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de ciudadanas y ciudadanos catalanes, ha definido, de forma ampliamente mayoritaria, a Cataluña como nación". Se trata de un párrafo espectacular, y de solventar las aduanas que restan (incluida la del sentido común), no hay duda de que será objeto de estudio en los laboratorios constitucionales de medio mundo. Porque, en efecto, se trata de un párrafo que enmienda una propuesta anterior ("Cataluña es una nación", decía el artículo primero del Estatuto de septiembre, indeleble mes de las derrotas), que a pesar de ser rechazada, ha creado, oh, là, là!, jurisprudencia. Sándalo que perfuma el hacha que le hiere. Pero no es éste el lugar adonde me lleva el azabache de Ginesa. El lugar es la pura promulgación de la nación.
Poco me importaría si la promulgación se atuviera a la cláusula republicana. Es decir, a la ciudadanía. Es decir, al vínculo jurídico entre un Estado y una persona independientemente de su sangre y sus caprichos. Pero eso supondría promulgar una nación política y creo que ni el presidente del Gobierno ni el representante catalán están por dar este paso, al contrario que los líderes independentistas, que lo aceptarían con gusto. Lo que se promulga es lo que han dado en llamar una nación cultural. Es decir, una comunidad de personas que se identifican por una lengua, una cultura y una tradición común. Aun desde el punto de vista de la adhesión estrictamente privada, la nación cultural es un concepto muy discutible. Hay personas, y por lo demás parecen normales, que los lunes, miércoles y viernes viven en una nación cultural determinada, y los martes, jueves y sábados en otra. Y que el domingo apátrida descansan. Cierto es, también, que hay gente más monótona y que, indiscutiblemente, tiene sus derechos, que deben respetarse. Pero el problema surge cuando esa nación cultural, monotonía privada, se hace ortodoxia pública, tal como sugiere la reforma estatutaria. Obviamente, una nación cultural tiene sentido en la medida en que es una. Una lengua, una cultura y una tradición. Otro asunto sería mestizaje, y lo que es peor, mezcolanza; y mucho peor aún: para eso ya tendríamos a España. Dado que una nación cultural es una, ¿dónde ponemos esta bulería de Ginesa, por ella escrita y cantada? Tiro piedras por las calles, y al que le dé que perdone. Es lo que dice la bulería.
La cultura es la chacha de la casa, como se sabe, y aguanta en silencio lo que tengan a bien mandar. Tanto da que le peguen uno u otro monigote, aunque sea el de nación. De hecho, no es fácil encontrar un ejemplo de términos tan antitéticos que hayan acabado haciendo una fortuna histórica tan falsa y superficial. Pero en el caso de Cataluña y la deliberación estatutaria, la promulgación de una nación cultural alcanza límites grotescos. Cuando Ginesa y sus compas, Poveda, Cañizares, Duquende, Mayte Martín, tantos otros, empezaron a hacer flamenco (muy serio) en Cataluña, los tiempos eran los de la "cultura nacional". Por supuesto, ellos no formaban parte; pero tan amigos. Es más: creo que su trabajo acabó beneficiándose de la circunstancia. Pero una cosa es que te expulsen de la cultura y otra muy diferente que te expulsen de la nación. Más precisamente: que en las tablas de la ley de la nación se especifique que tú no formas parte. La poética del desarraigo puede dar resultados artísticos muy felices. Pero Ginesa y cien como ella pagan aquí sus impuestos. A menos que en la LOFCA, en el principio de ordinalidad, en el fondo de suficiencia o en alguno de esos agujeros se haya previsto la exención fantasmal.
Cataluña no es una nación política. Aunque podría llegar a serlo por aburrimiento. Pero si llegara a serlo, una de las primeras disposiciones de la gobernación, que estaría formada por la tradicional buena gente catalana, sería el reconocimiento (y la subvención inmediata) de la multiculturalidad. La nación cultural que nos amenaza es una de las más torpes fantasías de este memorable proceso estatutario al que no se le ve todavía el fin, un ejemplo del combinado desprecio por las palabras y por la realidad que caracteriza la acción política, y no sólo en España.
Pero de momento la nación cultural y su temita ya me han echado a perder la Ginesa más negra. Cuenta las nubes un loquito en su quimera, taranta.
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