Dios
Imaginemos que el Parlamento andaluz declarara que el nuevo Estatuto es la verdadera religión y Manuel Chaves, su único profeta; que prohibiera las caricaturas del presidente y su representación fonética. Prohibido escribir la palabra Chaves (salvo para glorificarla, se entiende). Algunos respetarían esta grotesca regla, pero la mayoría de los profesionales y aficionados que escribimos en este suplemento nos la pasaríamos por el forro.
Ahora que el escándalo ha estallado es cuando la reproducción de las caricaturas de Mahoma se hace periodísticamente obligatoria. Pero no para defender pomposamente la libertad de expresión, sino para proporcionar una información completa. Que ni siquiera La voz de Almería lo haya hecho expresa la complejidad de nuestro mundo: unas caricaturas que dibuja un señor en Dinamarca podrían provocar un boicoteo del tomate almeriense o disturbios en la avenida Cabo de Gata.
Con los creyentes del mundo, incluidos los nacionalistas, me pasa lo que a Aznar con los terrorismos: me parecen todos iguales, y no veo razón para tratar con más delicadeza a quienes han quemado embajadas europeas que a los fundamentalistas cristianos cuando agreden a un médico que practica abortos. Los que ahora amenazan a los ciudadanos europeos por las dichosas caricaturas padecen la misma perturbación que quienes ponían coches bomba en el sagrado nombre del pueblo vasco.
Pero más descorazonador que la existencia de fanatismo en el mundo islámico es que no se oigan voces laicas con autoridad. Y, sin embargo, debe de haber algún musulmán que haya dicho: señoras y señores, aunque nuestra religión prohíbe la representación del profeta Mahoma, no podemos exigir el cumplimiento de este precepto a quienes no la profesan. Los partidarios de la alianza de civilizaciones deberían buscar a estos hombres, subirlos a una tarima y ponerles un altavoz. ¿Quién ha dicho que Dios ha muerto? Para nuestra desgracia, Dios está más vivo que nunca; y la paz mundial depende del triunfo, aquí y allá, de líderes laicos y ateos.
Aquí, cuando los fundamentalistas intentan que nadie vea la película Gilda, que nadie se divorcie, que nadie aborte, que los homosexuales no tengan los mismos derechos que los heterosexuales, y que los niños aprendan en la escuela que el hombre no viene del mono siempre se oye una voz discordante que apela no a un principio sagrado de nuestra civilización, sino a una cómoda norma de convivencia: se vive mejor si nadie intenta que los demás comulguen con sus ruedas de molino.
Lo que está sucediendo no es un conflicto entre dos ámbitos sagrados: Mahoma y la libertad de expresión. Quienes así lo plantean (no por casualidad: Blair, Washington y el Vaticano) lo que están haciendo es delatar la incomodidad que les produce esa libertad y sus inconfesables deseos de limitarla. Pero nadie impone a los demás la libertad de expresión; cada cual es muy libre de censurar la expresión de su pensamiento. Exijo el mismo trato para Mahoma: que quienes lo siguen respeten si lo desean la prohibición de representarlo. Pero que no me impongan a mí sus reglas.
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