Un globo nada global
Frente a tantas sociedades dedicadas al monocultivo de alguna burda hortaliza, Occidente parece un jardín botánico. Occidente entraña un universo cultural donde las piezas se superponen sin cesar. Es un fértil agregado de elementos que le otorgan un semblante tan renovado en cada siglo como leal a la herencia precedente. Occidente es el sumatorio de la democracia griega, el derecho romano, la religión judeocristiana, el renacimiento, la ilustración, el liberalismo o el marxismo. Incluso el marxismo, a pesar de su estrepitoso fracaso político, ha proporcionado a la filosofía y a la historia elementos decisivos para entender nuestra cultura y entendernos a nosotros mismos.
Se vende la idea de que la globalización, la interrelación y el mestizaje son fenómenos característicos de la modernidad, pero esta es una de las grandes mentiras de nuestro tiempo. No hay nada nuevo en que Occidente fermente con nuevas levaduras: en eso ha consistido siempre su historia. Lo lamentable es la imposibilidad de extender ese modelo, porque aún hoy la mixtura racial y cultural, el contraste de ideas, opiniones y corrientes, se circunscriben casi en exclusiva a Europa, Norteamérica, Australia y el Cono Sur americano. El resto del globo, de global, no tiene nada. En contra de predicadores optimistas, el mundo no sólo no experimenta un proceso de mestizaje político, demográfico y cultural sino que consolida sociedades cada vez más uniformes y cerradas.
Es falso que caminemos hacia una civilización global: sólo Occidente se globaliza. El resto del planeta presenta un saldo espeluznante. Enormes porciones de Latinoamérica se dirigen hacia el indigenismo. Las sociedades islámicas, incluida Turquía, son hoy más impermeables y homogéneas que hace cincuenta o cien años. Los cristianos desaparecen de Irak y Palestina. Los judíos desaparecen de Túnez y Marruecos. Los agnósticos ni aparecen. La dictadura china consigue blindarse frente al potencial contaminador de Internet. Si en 1980 habitaban en Zimbawe más de medio millón de blancos, hace cinco años quedaban 80.000 y habrá que ver hoy cuántos quedan. La verdad es que suscitan una sonrisa torcida tantas y tan ostentosas advertencias sobre la xenofobia en las democracias occidentales cuando cada vez hay más países donde las europeas deben cubrirse la cabeza si no quieren ser agredidas en la calle y cada vez menos países a los que un norteamericano puede viajar con garantías de regresar indemne a casa.
El drama de los críticos de Occidente (que suelen ser occidentales, ya que el resto de los contradictores casi nunca rebasan el estadio de vulgares terroristas) es que la conciencia autocrítica, la resistencia al chauvinismo, el pudor a la hora de ensalzar virtudes propias, son en sí mismas conductas profundamente occidentales, en las que concurren la responsabilidad personal del Derecho romano, el examen de conciencia cristiano o el relativismo cultural que inspiró la Ilustración. Por eso, explicitar en demasía que Occidente representa los mejores valores de la humanidad resulta algo tan petulante, tan jactancioso, que contradice los mismos valores que se quiere defender. No deja de ser una ironía de la historia: los occidentales, cada vez que nos sentimos superiores a los otros, traicionamos lo mejor de nuestra identidad. Y es que contamos con una memoria nada complaciente, que nos recuerda cómo las hogueras inquisitoriales, las tiranías comunistas o los campos de concentración están a la vuelta de la esquina, a la vuelta de la esquina de nuestra conciencia colectiva, de nuestros horrendos fantasmas familiares.
La tarea que asoma por delante va a ser intelectualmente compleja: defender con éxito un ideal ético, político y cultural que los demás ni comparten ni comprenden. Habrá que defender la tolerancia sin caer en la intolerancia y resaltar el valor de lo relativo sin recurrir a decretos absolutos. Y a la complejidad de esta tarea se le une su dureza: nuestros contradictores ideológicos no son tan remilgados. En términos históricos, va a ser una contienda apasionante cuyo resultado final, librado a largo plazo, no verá esta generación. Pero quizás sea una suerte que no lleguemos a verlo.
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