António es rarísimo
Ayer fui a cenar a un restaurante caro, de esos en que los gerentes, mejor vestidos que nosotros, más corteses, más educados, más eficaces, ya tienen el mechero encendido frente a nuestra boca cuando aún no hemos sacado el cigarro del bolsillo, y los clientes habituales, con mujeres cargadas de brillos varios en varios puntos del cuerpo, dedos, cuello, orejas, se mueven entre los acuarios de langostas inmóviles con una eficacia de meros en sus aguas profundas. Menús encuadernados, montones de platitos con cosas multicolores, blandas, duras, enigmáticas, supongo que comestibles, acabo dando por cierto que son comestibles porque las mujeres de los brillos las ponen en el pan
(cinco calidades de pan)
Qué hará esta gente cuando no está cenando
con gestos desdeñosos y preciosos, los automóviles fuera, en el aparcamiento, inmensos, relucientes, informando en silencio
-Hemos costado la pasta gansa
las corbatas de los clientes, con miedo a quedarse atrás
-Nosotras también
en el caso de las mujeres de los brillos son los brillos los que anuncian por ellas
-Nosotros hemos costado aún más que los automóviles
mientras mastican calladas, qué hará esta gente cuando no está cenando y yo con morriña de mis modestos restaurantes con televisor casi pegado al techo, el dueño limpiando la barra con un paño que conoció mejores días, el tipo que vende el gordo de la lotería, en vigésimos, empinando su copa de cirrosis en la barra, con los ojos flotando en un vago alcohol sucio y yo con morriña del arcón frigorífico con revistas viejas encima y la negra de la cocina trajinando al fondo en medio de un atropello de aluminios. Las mujeres de los brillos se miran de mesa a mesa comparando relojes, los clientes habituales consideran el mundo con un desdén de medio párpado, y yo contento conmigo mismo porque escapé de esto con un golpe de riñones que sorprendió a mis tías
-António es rarísimo
debe de seguir sorprendiendo a mis tías
-¿De dónde habrá sacado esos gustos?
sorprenderá para siempre a mis tías
-No lo educamos así
los gerentes cambian el cenicero con pases de magia, poniendo otro por encima con una presteza que me maravilla, los precios del menú me interrogan, desconfiados
-¿Tienes dinero suficiente para comer?
con los números de los precios que aumentan, que aumentan
-¿Seguro de que tienes?
reconociéndome de pronto, avergonzados por la pregunta
-No habíamos visto quién era, disculpe
y los números pequeñitos, con una modestia presurosa
-Cualquiera se equivoca, ¿no?
los gerentes, de improviso, llenos de
-Para nosotros es un honor, señor
con un interés falsamente extasiado
-Seguro que tiene un libro en marcha
que es una expresión que me provoca urticaria, hasta las langostas avanzan con un paso lento, reverente, del tipo
-Nunca he leído nada de él, pero hago cuenta de que lo he leído
informando los centollos
-Conviene hacer cuenta de que lo hemos leído porque hablan de él en el extranjero
los gerentes y los camareros me rodearon todos a una con mecheros encendidos y yo sin cigarrillo alguno, se erizan de diminutivos
-¿Qué tal le sabe el pescadito?
y no me sabe a nada el pescadito, estoy pensando en otra cosa, en que ahora entra el tipo que vende el gordo de la lotería, con su acordeón de cupones, con gestos de ahogado, en las revistas del arcón frigorífico en las que una cantante proclama
Mi ex marido destruyó mi vida
y ella con minifalda y las piernas levantadas en un sofá de cuero negro, medias negras, claro, la vida destruida anima al dueño que se olvida de limpiar la barra y acude a mí como testigo
-¿Ha visto esto, señor?
comparándola con su esposa que sirve a los parroquianos con una dificultad de varices y encogiéndose de hombros frente a mí, resignado
-Es la vida
mientras que cae, fuera, una llovizna de pobre.
Traducción de Mario Merlino.
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