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Tribuna
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Las venas abiertas

Hay muchas maneras de morir, unas dolorosas, otras violentas, otras inopinadas y casi desapercibidas, ninguna buena. Pero entre todas ellas los seres humanos han bautizado como "dulces" dos modalidades: la muerte dulce propiamente dicha, por inhalación de monóxido de carbono, y el desangrado, considerado indoloro desde la antigüedad y que era el procedimiento elegido por todos aquellos que como Séneca o Petronio ya no se sentían capaces de seguir arrostrando la tiranía.

Los pueblos, los países y las ciudades también mueren y lo normal es que lo hagan de forma violenta. Casi desaparece el pueblo judío con el programa genocida del nazismo; el reino de los asirios fue barrido de la faz de la tierra por Nabopolasar; Cartago fue exterminada y sembrada de sal al final de la última guerra púnica. Sin embargo, aunque menos frecuentemente, las sociedades humanas también pueden, como el hombre mismo, morir dulcemente. En estos casos lo normal es que se agoten sus fuentes de suministro o de energía y que una decadencia progresiva acabe llevando a la gente a emigrar o simplemente a extinguirse por falta de descendencia. Así desapareció en apariencia la civilización de Machu Pichu, sin guerras, sin epidemias, simplemente porque no merecía la pena seguir viviendo. Así se irá extinguiendo tal vez nuestra propia civilización occidental conforme se vayan agotando las reservas de combustible fósil y esta locura capito-consumista o (consumo-capitalista: uno ya no distingue entre víctimas y verdugos) concluya su ciclo histórico.

Pero, mientras tanto, mientras todo el cuerpo se agosta, algunos miembros toman la delantera y se secan antes que el resto. Los alpinistas saben que la congelación empieza por las extremidades y que, mucho antes de que se pare el corazón, la sangre deja de circular por los dedos y por la nariz. También sucede así en el caso de los pueblos: ahora mismo asistimos a la paralización inminente de una parcela de Occidente que había tomado la ideología capitalista como norma de vida. Los periódicos traían hace poco la noticia de un informe de la Confederación del Tajo por el que se advierte a varios macroproyectos de urbanización de la Comunidad de Madrid de que no podrán garantizarles el suministro de agua. Curiosamente se trata de un informe no vinculante. Así es España. O sea, que los constructores sin escrúpulos podrían vender sus adosados junto a campo de golf a infelices que luego no tendrán agua, que se lavarán con garrafas y que verterán sus excrementos en un pozo ciego.

¿Podrían o ya está sucediendo algo parecido? ¿En cuántas localidades turísticas de la Comunidad Valenciana hay que comprar agua para beber y para cocinar? Tampoco falta tanto para que haya que traerla también para todo lo demás. Por favor, no me acusen de que estoy haciendo política. Aparte de que, si así fuese, no tendría nada de particular, lo que estoy diciendo no es político -salvo en el sentido de que afecta a la polis-, pues no es partidista. Proyectos disparatados de urbanización en la costa valenciana los suscriben ayuntamientos de todos los colores. Y expropiaciones escandalosas, que, con el nombre de PAI, consisten en quitarle su campo a un pobre diablo para beneficiar a unos cuantos desaprensivos, los pueden encontrar igualmente por todas partes. Pero ahora no estoy hablando de esta infamia que caerá como un baldón sobre los promotores del desaguisado y sobre sus descendientes, estoy hablando del agua. Sí, el agua, la famosa agua para todos.

La vida me ha vuelto escéptico y no estoy seguro de que unos gobernantes diferentes no hubieran actuado de forma parecida. Mientras todo quedó en recurso electoral para arañar votos, explotando el victimismo y lanzando a unas regiones contra otras, aún tenía un pase. Pero la cosa está desbordando todos los límites, incluso el margen de pillería electoral que podemos asumir sin inmutarnos. Puede que el reportaje de TVE estuviese sesgado: uno habría agradecido que también se hablase de Murcia y, sobre todo, de Andalucía, donde gobierna el mismo partido que en Moncloa. Pero lo de la cadena ARD alemana ya es otro cantar. No se engañen: no hay conspiración judeomasónica, es que algo huele a podrido y no precisamente en Dinamarca. La Unión Europea es una democracia y sus habitantes son ciudadanos, no súbditos: por eso no están dispuestos a transigir con lo que, por lo visto, a nosotros tan apenas nos preocupa.

Por desgracia la indiferencia por el medio ambiente está en razón directa del grado de incultura de una sociedad. No viene de hoy nuestra -bárbara- costumbre de construir casetas en mitad del monte, cada una con su piscina (!) en un clima mediterráneo escaso de recursos hídricos. Ahí sí que podrían aplicar su celo expropiador nuestros representantes y no en los campos de cultivo situados -¡qué casualidad!- a unos metros del mar. Mas la incultura se acaba pagando muy cara. Los territorios de la antigua Unión Soviética y de sus países satélites están llenos de testimonios sangrantes de adónde puede llevar la obcecación suicida de unos gobernantes totalitarios: fábricas abandonadas, tractores oxidándose en cada cruce de carreteras, campos salinizados, lagos en retroceso, todo ello en nombre del sagrado progreso. ¿Qué quieren, que dentro de unos años la Comunidad Valenciana sea un desierto de feos adosados sin habitar a los que no llega una gota de agua ni, desde luego, un maldito turista?

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Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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