Mafia
El crimen fue una actividad tenebrosa hasta que los Borgia la llenaron de fascinación. Ciertamente en la Roma clásica hubo estocadas muy sugestivas; algunas conmovieron a Shakespeare, pero en realidad tenían muy poco misterio. Por otra parte el hacha del verdugo o la soga del patíbulo en el medioevo eran demasiado rudimentarias si se comparan con el sacramento del veneno que administraba con tanta unción el papa valenciano Alejandro VI. Todos los príncipes del Renacimiento eran asesinos, pero los nuestros fueron los mejores, los más profesionales, según decía Joan Fuster, hasta el punto que la leyenda de César y Lucrecia Borgia pasó después a abastecer la carga literaria de la mafia. En Sicilia la mafia agraria cometía crímenes muy soleados, envueltos en un silencio compacto, bajo el perfume que dejaba en las jaras ensangrentadas la pólvora de la escopeta de Salvatore Giuliano. Cuando este método expeditivo de establecer la verdad pasó a ser un protocolo de las familias italianas de Norteamérica el delito no abandonó el glamour de los Borgia. Dejar a un gangster hecho un colador con la cara enjabonada en el sillón de una barbería, citar a los jefes de una banda contraria en un garaje de Chicago para llenarlos de plomo, meter un fiambre en una hormigonera y arrojarlo en los fundamentos de un rascacielos, eran hechos que solían ir acompañados con un aria de la Traviata. Italia que ha conseguido que medio mundo cambie de gusto y coma pasta, había logrado algo más difícil al introducir en el inconsciente colectivo unos arquetipos del crimen cinematográfico, el sombrero borsalino, la camisa oscura con tirantes, la corbata blanca, las gafas negras, el guardaespaldas con la mejilla cortada y el morbo secreto de llamarte Don Vito y que te besen la mano. Todo empezó con los Borgia en Roma y terminó con Frank Sinatra en La Habana. En el Hotel Nacional se celebró un cónclave en el que los grandes padrinos se repartieron por última vez los territorios de influencia. Sinatra acudió a cantarles suaves baladas y su objetivo no era tanto servirles de tapadera como de dotar de swing a las metralletas. Bajo las inciertas estrellas del Caribe, en los jardines de ese hotel se consumó una revolución: el asesinato fue instituido como materia de los sueños. Pero hoy Italia ha importado el orden vulgar de Miami donde la ley permite a cualquier ciudadano, desde el tendero a la ama de casa, matar en defensa propia ante cualquier sospecha. El glamour ha terminado.
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