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Columna
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El expolio de un taller

Desde la última vuelta del camino, o desde algún recodo similar ("Los lugares verdaderos no figuran en los mapas", escribió Melville) debe de contemplar su vida Francisco Ayala, ese escritor que dentro de unas semanas cumplirá los cien años de existencia. Y si haber experimentado en carne propia los avatares de todo un siglo resulta en sí mismo un hecho infrecuente, hacerlo con la lucidez intelectual que muestra Ayala entra ya en lo excepcional. Desde la amargura del exilio, Ayala trazó en Los usurpadores una de las meditaciones más profundas y perturbadoras que se han escrito en castellano sobre la naturaleza del poder y sobre las paradojas que comporta su ejercicio. Y, aunque el conjunto de su obra es coherente y extrañamente elegante, el autor granadino está sufriendo con antelación alguna de las amarguras que acarrea en ocasiones la consagración en vida: por ejemplo, que hoy día Ayala es uno de los autores más citados, entrevistados y reconocidos, pero quizás no de los más leídos.

Hace pocos días un diario vasco entrevistaba al escritor y Ayala volvía a hacer gala de su lucidez repasando diversas cosas de la vida (esas cosas a través de las cuales las personas hablan de sí mismas), hasta acabar formulando una declaración irrevocable: su intención de quemar toda clase de papeles personales antes de morir. "He eliminado lo que no quería que saliera publicado, todos los originales, todo ese taller. Hago pruebas, pero ese material lo tiro. ¿Para qué dejar ahí ese testimonio? ¿A quién le importa?" Claro que reserva su mejor garantía de privacidad para la documentación más delicada: "No guardo un archivo de cartas porque luego son la diversión de los demás".

Tradicionalmente se concibe la mesa de trabajo del escritor fallecido como un botín intelectual. Basta la ausencia definitiva para privar de toda eficacia a sus previsiones de edición, de inedición o de reserva. Es como si el Derecho tutelara escrupulosamente las disposiciones patrimoniales de los muertos, pero la integridad de los papeles literarios quedara a merced de los parientes, de los agentes literarios o de los doctorandos. De modo que la industria editorial obsequia periódicamente al distinguido público con volúmenes apañados sobre las ruinas del taller del escritor fallecido, unos volúmenes que a menudo cuentan con el único aval del nombre de su autor.

Entre los casos más lamentables, que yo recuerde, se encuentra en los últimos años una edición de textos de Giuseppe Tomasi de Lampedusa. El volumen apenas supuso la recolección de algunas insignificancias que rondaron su cabeza y, previsiblemente, la redacción de su única y gran novela. En efecto, la voracidad editorial expende volúmenes gratuitos, que acaso avergonzarían al autor, pero que asoman bajo su firma, como si la perpetración de cualquier texto, en el caso del escritor profesional, se hiciera bajo el presupuesto de su obligatoria difusión. Desde luego, la realidad es mucho más incierta. Quizás en el mundo de las artes plásticas esas resurrecciones creativas tengan al menos la excusa de alguna suerte de arqueología material, pero la arqueología a la que dan lugar los papeles escritos resulta muy modesta: apenas da el negocio para entrar en la violación del espacio literario y alterar a menudo los íntimos deseos de un autor.

Sobre los papeles literarios se ciernen toda clase de tipos amenazantes: críticos, editores, agentes, sobrinos. Se desvelan aspectos inéditos (generalmente indignos) de la biografía del autor y se ejecuta toda clase de refundiciones, recuperaciones, rescates o desenterramientos, siempre bajo la premisa de que un autor consagrado no parece tener derecho a guardar la más mínima línea para la intimidad. Por eso conmueve la lucidez de un escritor como Francisco Ayala, a punto de cumplir ya los cien años, y en cuya mirada no queda un solo atisbo de miedo o de temor. La vida está cumplida y cumplidos, al parecer, los trámites que le permiten sentirse a salvo de la violación de su correspondencia, la publicación de manuscritos inacabados o la gratuita revelación de secretos o tentativas.

"El abuso de las palabras es una de las cosas más indignas", afirmaba recientemente. Y no deja de tener su parte de ironía comprobar que, al fin y al cabo, aquellos que se han dejado la vida en tratar con las palabras son los más avisados a la hora de detectar cuándo se abusa de ellas.

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