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Columna
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Papeles

El destino nos reserva a cada uno nuestro papel en la vida, pero resulta difícil que todos los papeles acaben en su sitio. Me he pasado los años entre papeles, dedicado con frecuencia a estudiar a escritores que por razones históricas se vieron en más de una ocasión sin papeles, haciendo cola ante consulados y comisarías en busca de un permiso de residencia. Claro que resulta más desagradable encontrarse de pronto con un mal papel ante los ojos, una notificación de la censura, una sentencia a cadena perpetua, a muerte. La memoria es un archivo de papeles afortunados o trágicos que nos permiten conocer el pasado y nos ayudan a elegir el papel que queremos desempeñar en nuestra vida. Conviene meditar, sentir, elegir, porque hay mentiras envueltas en papel de regalo, y verdades que nos llegan con papel de estraza. Al final las cosas son lo que son, y los papeles dicen lo que dicen, y es mejor no engañarse ni cerrar los ojos. Ahora que parece resuelto el culebrón de los papeles de Salamanca, tal vez haya un momento de respiro para explicarle a la gente con serenidad qué significado histórico tiene el Archivo, en nombre de qué protestaba el heroico alcalde de la ciudad castellana, de qué hemos estado discutiendo. Cada uno tiene su papel en la vida, y sus debilidades, y a mí me han afectado de forma particular las discusiones sobre el Archivo. Entre todas las campañas de acusaciones con las que el PP ha decidido crispar la vida política, la más triste quizás sea la campaña de Salamanca.

Saber es poder, y los ejércitos en guerra incautan documentación. El ejército victorioso de Franco incautó muchos papeles privados y públicos, entre otros los papeles que antes había incautado el ejército leal a la República. Llegaron a reunirse 850 toneladas de papeles, de las cuales salieron tres millones y medio de fichas, utilizadas minuciosamente en los años de la despiadada represión. De esas toneladas sólo quedan hoy 150. Las otras 700 fueron devueltas por el Régimen a los interesados adictos, a las instituciones partidarias, o bien fueron trituradas una vez que cumplieron su cometido policial, o bien sirvieron para calentar los fríos inviernos salmantinos. La historia del Archivo está marcada por la crueldad, la represión y la violación de las leyes. Hacer demagogia con una historia tan impura y todavía reciente me ha parecido una decisión de insensibilidad pasmosa. Una vez asegurada la continuidad científica del Archivo, hubiese sido mucho más oportuno que se guardase un silencio respetuoso a la hora de cumplir las decisiones parlamentarias. Entre los documentos que tuve ocasión de consultar, recuerdo sobre todo las colecciones de cartas de niños de la Guerra dirigidas a sus padres desde el exilio. Nunca llegaron a su destino original, escrito con letra torpe en los sobres, porque la policía franquista las interceptaba y las enviaba directamente a los fondos del Archivo. Los niños daban cuenta de sus viajes, de sus enfermedades, de su pan blanco con mantequilla, de sus vasos de chocolate, de sus direcciones. Y pedían noticias de España, preguntaban por los bombardeos y los hermanos. Conseguir hoy que, simbólicamente, alguno de aquellos papeles llegue a su destino sólo significa vivir en un país más comunicado, más noble, más justo.

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