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Reportaje:APROXIMACIONES

Primeros amores

Seguramente el joven Werther ya se suicidó por eso, pero en 1774 la sensibilidad se hallaba muy vinculada a la forma epistolar y favorecía que las cuitas del héroe de Goethe se presentaran in progress y no desde el recuerdo, que es como desde entonces se suelen contar los primeros amores y como han llegado a considerarse un momento significativo en las edades del Hombre de Occidente. El siglo XIX estableció la significación de ese momento de un modo retrospectivo, casi siempre teñido de nostalgia, y en cualquier caso el primer amor no se concebía si no era recordándolo. Ocupó así su lugar en la reconstrucción del yo de románticos y realistas, y algunos incluso lo aislaron y le dedicaron, en vista de sus apremios, obras aparte. La primera que conozco que hasta se empeñó en titularse así es el famoso Primer amor (1860) de Turguénev, una excelente nouvelle que aun hoy forma parte -caracterizando cierta edad- de los catálogos de "clásicos juveniles".

Como canta Petra al final de la opereta basada en Sonrisas de una noche de verano, "hay muchas bocas que besar / antes de las que hay que alimentar"

El título, sin embargo, como

ocurre a veces, es algo engañoso: Primer amor podría haberse titulado perfectamente Mi padre o Yo, que nunca amé y habría respondido mejor a su inspiración. Es curioso que, ya en 1860, el tema amenazase con resultar cansino y que Turguénev se sintiera de algún modo obligado a justificar su tratamiento. Lo hizo con una convención hermosa y profunda: al final de una velada, un anfitrión propone a dos invitados un tema de conversación; pretende que cada uno cuente su primer amor, tan sólo para descubrir que a él mismo el suyo no le parece "nada extraordinario" y que a uno de sus huéspedes no sólo no le parece interesante sino que además no lo recuerda. El segundo invitado, Vladimir, dice entonces, para fortuna del lector, que el suyo fue "poco corriente", tanto que no puede contarlo improvisadamente sino que tiene que irse a casa a apuntar "todos mis recuerdos en un cuaderno". Tarda dos semanas en apuntarlos. Turguénev parece ya avisado de que la historia de un primer amor no basta. Él cree en el sabio principio de que, para que algo merezca ser contado, requiere una experiencia interesante y una memoria competente, lo cual significa, por cierto, no tanto una memoria portentosa, que recuerde con detalle, como una memoria con conciencia de que se ejerce desde el presente.

Tal vez por eso uno no cuenta más de tres "me acuerdo" -ese cómodo sustituto de "me invento"- en el texto de Turguénev. Pero las dos semanas que ha tardado el narrador en apuntar han pesado casi tanto como los recuerdos y le han dado una clave de su actual relevancia. Por supuesto en las dos semanas han aflorado esas antiguas palpitaciones de los 16 años, las noches en vela, los "sonidos blandos", las efusiones, celos y sonrojos, y un estado general, según le dijo un médico, similar al de "un conejo al que le han extraído la mitad del cerebro". Ahora, en su otoño, este conejo tampoco deja de lamentar que apenas le queda otra cosa "más querida que los recuerdos de esa tormenta matinal de primavera que tan deprisa pasó". Pero al mismo tiempo -y he aquí lo importante- se da cuenta de que su amor era "algo muy pequeño, pueril, insignificante" comparado con el "otro amor" que su pretendida, la pobre princesa Zenaida, sentía por su rival. Pues Zenaida, en efecto, amaba a otro, que no era "un niño" sino un hombre, y lo amaba con una intensidad atrevida y, en la práctica, humillante. El narrador no se oculta que él, ni entonces ni después, ha conocido ese "otro amor", y que tal vez el "encanto" de la juventud consista a fin de cuentas "no en la posibilidad de hacerlo todo, sino en la posibilidad de pensar que todo lo harás". Aunque después, como resulta el caso, no hagas nada.

Vladimir parece con la edad haber

hecho caso al médico que, al reconocerlo como un conejo, le aconsejó "no dejarse llevar por las pasiones"; en la misma línea previsora, su padre le dejó escrito al morir: "Teme el amor de una mujer, teme esa dicha, ese veneno". Y, coherentemente, como para cerrar la línea con economía, Vladimir recibe una cantidad de dinero después de la muerte de su padre. Este orden económico que exige sacrificar el amor es otra de las revelaciones que le reporta su experiencia "poco corriente", y está íntimamente ligada al hecho algo espinoso de que fuera su propio padre, según acaba descubriendo, su rival en el amor de Zenaida. Una vez más, sin embargo, este descubrimiento tiene menos de melodramático que de lección sobre la constitución prosaica del mundo al que el joven pertenece. A Vladimir no le inquieta tanto que sea su padre el amante de su amada como ver, ahora sí "con el horror de lo incomprensible", que tampoco su padre la ama con ese "otro amor" del que ella es claramente capaz, sino con un sentido de propiedad muy a tono con el que trata algunas de sus posesiones más preciadas. Él es también dueño, por ejemplo, de un caballo bonito y difícil de domar: se llama Eléctrico y, en una terrible secuencia, les pega a ambos -al caballo y a Zenaida- con la misma fusta. Primer amor no es la crónica de un despertar al sentimiento, sino, bien al contrario, a la conciencia del papel que al sentimiento le corresponde dentro el orden social. Que Vladimir no se rebele contra su padre le garantiza unas holgadas rentas, y una vida tan pródiga en "pasear sin hacer nada" como avara en relaciones fuera del ámbito de la propiedad.

Casi un siglo después, en 1955, un hijo en parecida tesitura se rebelará contra su padre en Sonrisas de una noche de verano, una comedia sombría y sentenciosa de Ingmar Bergman. Los primeros amores ya no tienen aquí mucho que ver con la memoria, sino más bien con el jeu d'esprit, y tampoco son el hilo central de una trama que se compone, de hecho, y característicamente, de muchas otras tramas. Como para Turguénev, para Bergman no hay mucho que contar de un primer amor si no se cuenta otra cosa. En su caso, está graciosamente dividido, complicado: el joven Henrik, severo estudiante de teología, se debate entre las carnes generosas de su criada Petra, que le producen torturas luteranas, y las más recatadas de la joven con quien su padre se casó en segundas nupcias y que se conserva virgen a la espera de perderle el miedo a su marido, el respetuoso letrado Egerman. Henrik odia a su padre y su cínico mundo burgués, lleno de amantes, adulterios consentidos, madres solteras y relaciones aberrantes; le acusa de falso y ocioso, de reírse de todo, a lo que el curtido letrado contesta: "Eso lo harás tú también el día en que descubras tu insensatez y la insignificancia de tus ilusiones". Estas durísimas palabras no son óbice para que el hijo, la misma noche que intenta en vano suicidarse, se encuentre en la cama con su joven madrastra y huya con ella al día siguiente, dejando a su padre con un palmo de narices. El dispositivo que ha hecho posible este inesperado encuentro nocturno ha sido precisamente un artilugio mecánico en la pared de una alcoba, un resorte secreto... totalmente cínico y burgués. La rebelión contra el padre se consuma pagándole con su misma moneda, y la joven pareja parte exultante, rumbo sin duda al día en que descubra la insignificancia de sus ilusiones.

Pero, como canta Petra al final

de A Little Night Music, la opereta que en 1973 estrenaron Wheeler y Sondheim sobre la película de Bergman, "hay muchas bocas que besar / antes de las que hay que alimentar". En esta mezcla de carpe diem y vanitas vanitatum un ominoso reloj medieval marca las horas de un larguísimo ocaso y los primeros amores se envuelven bajo la misma capa mortal que la cínica madurez y la distante senectud. También Turguénev terminaba Primer amor hablando del temor a la muerte que nos hermana a todos, felices e infelices, paseantes y castigados, hombres superfluos y mujeres entregadas. Yo sigo creyendo que, de otro modo, la experiencia del primer amor no vale la pena recrearla y que está muy bien guardada en el olvido. Y cada vez que me topo, en el tráiler de alguna producción europea subvencionada, con un jovencito haciéndose pajas frente a una ventana, persisto en mi empeño y esa película no la voy a ver.

Una escena de la película 'Sonrisas de una noche de verano', de Ingmar Bergman.
Una escena de la película 'Sonrisas de una noche de verano', de Ingmar Bergman.ÁLBUM

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