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Reportaje:MOZART, 250 AÑOS DESPUÉS

Gloria y misterio

El arranque del Año Mozart ha comenzado cumpliendo todas sus promesas. Austria (su país natal) arde en recuerdo de su héroe, el entorno centroeuropeo no le va a la zaga, y, en general, por todas partes se está recordando al músico como merece. Este aniversario mozartiano presenta, con respecto al de 1991 (segundo centenario de su muerte), una relativa pérdida de presencia del disco compacto, sector en el que colecciones populares han recogido el testigo de los grandes sellos discográficos, pero el resto, conciertos, óperas, actos en directo y, desde luego, publicaciones, han respondido al desafío de ofrecer más que los aniversarios anteriores.

Esta acumulación de información y presencia cultural parece, no obstante, que deja intacto el enigma que siempre ha sobrevolado la figura del genial salzburgués: la barrera que separa su vida y su obra. Puede que éste sea el enigma de todo genio, pero en el caso de Mozart proyecta una visión de su música cargada de estereotipos que no por positivos resultan menos mistificadores. Es común referirse a su obra como una música feliz, ecuménica, ideal. En estos primeros días del año, alguien ha comparado las músicas de Mozart y Shostakóvich (del que también se celebra un aniversario, el centenario de su nacimiento) con relación a Europa: la primera sería la que expresa cómo quisiera verse Europa y la segunda, cómo realmente es. Es una comparación ingeniosa y muy pertinente con respecto a Shostakóvich; pero Mozart vuelve a quedar en el ámbito de una idealización, acaso molesta, de sentimientos puros y apartados de la realidad histórica. En todo caso, es un diagnóstico acertado respecto de cómo se ven y se consumen hoy ambos productos culturales. Y ahí empieza verdaderamente el problema, cómo pensar a Mozart hoy.

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Un músico para la felicidad

Parte del conflicto surge de la visión del material biográfico de Mozart y de la controversia que suscita la relación con su obra. De la vida de Mozart se sabe bastante, las trazas son abundantes, pero la imagen del genio es, ante todo, símbolo para quien lo usa. Por ello, su biografía se rehace en el imaginario de sus admiradores con el paso del tiempo. Empezó a fabricarse prácticamente tras su muerte y ha oscilado entre la admiración sin límites por el talento musical y la necesidad de maquillar los trazos menos convenientes de su carácter; y, de pasada, justificar el maltrato que sufrió en los últimos años de su vida. En ese ámbito de la mala conciencia anidó la leyenda absurda de que Salieri lo habría envenenado por celos artísticos, pero que absurda y todo excitó la curiosidad y la creatividad de personalidades como Pushkin (cuento), Rimsky-Korsakov (ópera), Peter Shaffer (teatro) y Milos Forman (cine).

Nos hemos habituado a ver a

Mozart como el genio musical absoluto, el paradigma de quien se expresa en música con facilidad sin trabas. Es conocido que componía mentalmente y a gran velocidad, que sus obras corresponden a las solicitudes y obligaciones de su oficio pero que era capaz de improvisar durante horas e imaginar música de manera continua. Su facilidad para la música era tal que no hacía necesario un plan de destino (como Beethoven), o el despliegue de una moral (como Bach).

Pero frente a este cortocircuito creativo está también el hombre, y lo que se sabe de él ha desconcertado a generaciones que hubieran preferido a una persona inmaculada. ¿Cómo casar al autor del Réquiem o La flauta mágica con el que podía componer un canon bajo el título de Lámeme el trasero con esmero? ¿Cómo conciliar al primer músico del siglo XVIII capaz de rebelarse contra la servidumbre de su divino arte (y pagar por ello las consecuencias) con el personaje aniñado que escribe docenas de cartas en las que culo, caca y otras lindezas están tozudamente omnipresentes? En suma, ¿cómo gestionar la biografía de un gigante cuya despreocupación vital irritó desde a su padre hasta al último de sus biógrafos?

Pues bien, el problema sigue intacto 250 años después de su nacimiento. Puesto que su música sigue siendo impermeable a cualquier debilidad, ya sea técnica o expresiva, necesitamos saber si fue creada por un dios disfrazado de bufón o de cachondo mental, pero dios al fin. Y nos hemos interrogado durante más de dos siglos a través de biografías en las que, o bien se pule su imagen cerrando bien la puerta del retrete, o bien criticamos el análisis meloso y remilgado de esos mismos biógrafos considerando que la circunstancia histórica pos-Mozart estaba enferma de moralina. ¿No será que a partir de 1789, inicio de esa Revolución Francesa que el propio Mozart parece prefigurar por la vía amable en Las bodas de Fígaro, se quiebran matices de una forma de vida que ya no podemos reconstruir?

Mozart parece plantear aguda

mente el dilema entre contingencia y destino. Recuerdo un programa de televisión de mi infancia dedicado a la divulgación histórica que se titulaba (cito de memoria) Así fue, así pudo ser; y su contenido era la ejemplificación dramatizada de lo que sugiere el título. Uno de los programas que más me impresionó estaba dedicado a la historia del Réquiem de Mozart y esta doble versión de un mismo hecho histórico marcó para siempre mi visión mozartiana como, imagino, la de muchos otros. Así fue, así pudo ser es un título que define muy bien el problema de la contingencia. Mozart era capaz de todo en música, pero sus obras parecen nacer históricamente por circunstancias que podrían haber sido una cosa u otra; responden a accidentes biográficos de un modo que continúa exasperando a quienes sienten que puede haber sido el mayor derroche de la historia de la música; y no porque las obras que nos ha dejado no sean excelsas sino por esa difusa sensación de que su capacidad creadora era un río del que la llave del grifo estaba en manos de un destino ciego.

Pero hay una lección en su obra más trascendental y quizá oscura para muchos: el continente musical que hizo posible el milagro Mozart es ahora archipiélago de áreas aisladas. La cultura musical europea cuya profunda unidad duró hasta el modernismo romántico se quebró y no han dejado de ahondarse las fisuras; nadie puede expresarse ya desde el corazón del lenguaje musical con la convicción de una lengua materna y las ambiciones de un dramaturgo del sonido como sucedió con el genio de Salzburgo. Si es así, ¿qué nos sigue diciendo Mozart? Quizá que existe una forma especial de inteligencia y comprensión de la realidad en el pensamiento musical que ni puede ni necesita traducirse a otros códigos. Quien escucha su música entra pronto en esa convención. Si, además, tiene la posibilidad (la suerte) de interpretarla y de saborear sus secretos, se rinde para siempre. Es conocida la anécdota del músico francés Gabriel Fauré que confesaba en sus últimos años: "Cuando era joven decía yo y Mozart, más tarde, Mozart y yo, ahora solamente digo Mozart".

Representación de la ópera 'Mitridate, Rey de Ponto", de Mozart, en el Festival de Salzburgo.
Representación de la ópera 'Mitridate, Rey de Ponto", de Mozart, en el Festival de Salzburgo.

30 DISCOS

El coleccionable de 30 discos de Mozart que se ofrece cada lunes, martes y miércoles con EL PAÍS, al precio de 2,95 euros, ofrece los siguientes títulos la próxima semana: el día 23, las sinfonías 38, 39 y 34, con la orquesta Filarmonía dirigida por Karajan y Kempe. El 24, las sonatas para piano 11,14 y 16, a forte piano, a cargo de Ronald Brautigan. El miércoles 25, obras para flauta.

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