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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Crecer a su antojo

'Cien años de soledad', una novela de la que pronto se cumplirá cualquier aniversario, es modélica también en el relato contenido de los cambios urbanísticos en Macondo a lo largo de su historia mítica

Asombros

El (¿ya ex?) teniente general José Mena Aguado se pronuncia por la intervención del Ejército si la reforma del Estatuto de Cataluña rebasa los límites de la Constitución, y Rajoy se descuelga diciendo que esas cosas no pasan porque sí. Naturalmente. Más bien pasan porque no. Porque Rajoy no ha sabido sustraerse a las argucias de la crispación, porque algunos residuos del antiguo Ejército no quieren dejar de tutelarnos, porque algunos medios de comunicación creen carecer de futuro si no recurren a la bronca continua, un tanto a la manera del segundo Trotsky que preconizaba la revolución permanente. Tampoco pasan porque sí las atrocidades que escampa día tras día Jiménez Losantos desde la Cope, y hasta se diría que el estrafalario pronunciamiento del tal Mena Aguado está en todo en línea con la castiza pronunciación de la cadena de los obispos. ¿Ruido de sables? Simple escopeta de perdigones.

Una relectura

Desde el punto de vista del crecimiento de las ciudades habitadas, incluso desde una aproximación a la historia de la arquitectura según las necesidades urbanas de la población, resulta de lo más instructivo releer un relato tan remoto como Cien años de soledad, donde Macondo crece al compás de las necesidades aglomerativas de sus habitantes y no al revés. En prosa prosaica, aunque hablamos de una crónica mítica, la demanda crea su propia oferta, tacita a tacita, hasta convertir lo que fue aldea en una ciudad de mediano tamaño con sus incipientes zonas residenciales. Hoy sucede precisamente al revés, se confía en que la oferta exaspere a la demanda hasta el punto de hacerlas coincidir en la atónita bisectriz que precede a la consumación del desastre. No es cosa de preguntar de dónde sale el dinero, sino más bien de interrogarse sobre un cierto apetito de propiedad.

Bancos, cajas

No se conforman con disponer de nuestro dinero, encima hay que pagarles para que lo hagan. Los bancos y las cajas se disponen a subir un seis por ciento las comisiones por mantener las cuentas, como si no funcionaran mediante la receptación de dinero ajeno y como si alguien que no sea un mafioso pudiera sustraerse a sus artimañas. Así que usted no sólo es que no recibe la nómina o la paga en su casa, con dinero contante y sonante, sino que la mediación interesada de las entidades bancarias y afines le cargará comisiones arbitrarias a cambio de disponer de su dinero con esa anticipación que tanto contribuye a la prosperidad de sus negocios. El Gobierno calla ante una cuestión de la mayor envergadura, porque quien confía el depósito de su salario a entidades ajenas a su bolsillo debería ser más recompensado que penado. Esa versión ampliada de la timba de fortuna se resume en lo acostumbrado: la banca siempre gana. Y encima invierte nuestro dinero en la destrucción de lo que amamos.

Contra el tiempo

Curiosa interpretación del tiempo en un artículo de Félix de Azúa dado el otro día en las páginas de este diario. Bajo la advocación de una dudosa cacofonía proustiana (Escala del tiempo perdido), Azúa considera el tiempo como una sucesión de presentes, apenas instantes, en el que la ciencia es una actividad tan inútil como todas las demás, y en el que el futuro carece de futuro. Dejemos de lado la apelación a la inutilidad de la ciencia, que quizá ha servido también para que el autor pueda escribir su artículo y mandarlo por correo electrónico. Lo gordo es que no hay instante del presente que valga sin expectativas fundadas de una continuidad temporal cuya veracidad desborda cualquier interpretación. Se puede escribir alegremente que el futuro no existe, aún a sabiendas de que el artículo que se escribe hoy saldrá pasado mañana. Más problemático es redactar piruetas que ni siquiera son brillantes sobre una ciencia que, por fortuna, tiene algo más en su haber que el recurso a la aspirina.

La excepción

y la regla

Resulta patética la imagen de los fumadores desalojados de sus puestos de trabajo para encender sus cigarrillos en las aceras, una imagen que debería bastar para que esos apestados de nuestro siglo abandonaran un hábito en ciernes de convertirse en ridículo. De otro lado, los adictos al tabaco, o a lo que sea lo que contiene el cigarrito, claman contra la selectividad en la prohibición, sin echar mientes en que al ingerir un carajillo el bebedor no molesta de manera inmediata a sus acompañantes, mientras que el humo se introduce de inmediato en los pulmones de personas que lo detestan y que también tienen sus derechos. Terminar con la obligación social de inhalar el humo ajeno no parece una medida abusiva, y en todo caso lo es menos que la permisividad total.

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