Genios e ingenios
No hablaré de Mozart. No por ahora. Esperaré unas semanas para poner mis sucias manos sobre Mozart. Ni en eso, ni en el menosprecio de la fideuá, pienso hacer caso al maestro pagano que es Manuel Vicent. Además su odio por la fideuá, nos hemos enterado leyendo sus noveladas memorias, es un odio literario, una herencia estética, una imitación de uno de sus maestros, del volteriano de Sueca, de aquel gran escritor que era Joan Fuster. No negaré el talento de Fuster, ¿pero acaso nos podemos fiar de los gustos culinarios de alguien que comía la paella mientras daba caladas a un cigarro, bebiendo sorbos de whisky? Seguiré devoto de otras cosas de Vicent, de su estética y de muchas verdades de sus mentiras. Me convence cuando dice que "nada envejece tanto como ser un fugitivo... Toda deserción deja en el rostro unas huellas muy marcadas". En esas huellas sí que nos encontramos. También en otros arroces y en otras fugas.
Me encontré con Rosa María Sardá el día que estrenaba en Madrid WIT (Ingenio). Un emocionante e inteligente texto de Margaret Edson. Una obra que, además de otras muchas sensaciones, nos hace acordarnos de otro genio que supo gozar de la vida, las mujeres, el amor y sus batallas, John Donne, el gran poeta inglés que dejó de ser católico para supervivir en la Inglaterra anglicana. Mantener la vida es una fe inteligente. Fascinante John Donne, el más querido poeta de otro genio de voz rota y conducta cercana al cero, Van Morrison. Un poeta de muchas experiencias. Se alistó al corso, y, en compañía del pirata sir Walter Raleigh, estuvo por nuestras tierras combatiendo contra nuestra cristiana Armada por tierras gallegas y gaditanas. Eso sí que eran experiencias. Piratear y amar. Salir de casa para ligar y después contarlo en versos. Donne se pasó media vida amando, siendo infiel, fugándose de una mujer a otra: "Puedo amar a la rubia igual que a la morena, a la que ablanda la abundancia y a la que burla la carencia, a la que ama la soledad y a la que máscaras y juegos, a la que formó el campo, y a la que la ciudad, a la que cree y a la que lo intenta...". Y así siguió, amando a muchas, hasta que llegó una y mando parar. Así es. Mucho navegar hasta que un día tienes que anclar. Hasta John Donne terminó haciendo poemas sacros. No hay genios perfectos. Ni la Sardá, que sin duda tiene su genio y una lúcida mala leche. Gran actriz, compleja mujer que le hubiera encantado conocer al mismísimo John Donne. Un acierto de obra, de interpretación y de puesta en escena. Dirige Lluís Pascual, otro genio que bebe cacaolat, nadie es perfecto, y que con esta obra se quita la espina de aquellas broncas de los residuos integristas del público operístico madrileño. Fueron poco, pero hicieron demasiado ruido. Algo parecido a la proclama de cierto general que parecía venir de alguna pasada antigüedad. La Sardá está encantada hablando de John Donne, subiendo cada tarde al escenario, aprendiendo de una obra de teatro cosas de la vida. Se pone muy seria la Sardá y me dice que hace teatro porque es la excusa perfecta para tener que salir de casa. Que le duren las excusas.
Salir de casa tiene sus ventajas. Por ejemplo, me encontré en la Gran Vía a un perfecto desconocido llamado Eduardo Lago. No exactamente desconocido porque desde hace tiempo seguimos sus consejos lectores que nos llegan desde un lugar de Manhattan lanzados en las páginas de Boomeran(g), esa revista cultural de la Red que nos permite pasear por el mundo y sus literaturas. Eduardo Lago, ganador del último Premio Nadal, madrileño que se fugó a Nueva York pensando en volver después de un curso, y que sigue atrapado en aquellas manzanas así que han pasado veinte años. Lago es un tipo tan normal, tan cercano, que casi parece una extravagancia en un escritor. Estamos deseando leer su novela, Llámame Brooklyn, que entre otros homenajes nos devuelve el de otro raro y genial español que casi llegó a centenario entre las calles de Manhattan; se llamó Felipe Alfau, dos de sus novelas escritas en inglés y de gran éxito en USA, están publicadas entre nosotros. Dos buenas excusas para no salir de casa. De vez en cuando a nosotros, como a John Donne, también nos gusta poner el ancla.
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