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Columna
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En la selva

Hechos escuetos: un guardia de seguridad toma su fusil, mata a dos compañeros y se suicida; un coche atropella sin consecuencias a una niña, cuya familia pega nueve tiros al conductor, que no intentó huir, y lo mata; cinco mujeres son asesinadas por sus parejas en cinco días; un hombre es asesinado por su pareja; tres jóvenes queman viva a una indigente en el cajero de un banco; un empresario mata a tiros a dos asaltantes a su casa; 178 personas mueren en accidente de tráfico y 86 quedan heridas graves durante las dos semanas de vacaciones de Navidad. Lo han publicado los periódicos en los primeros 10 días de 2006. Mucho muerto. Violencia bruta. Así hemos recibido el año.

Todo esto ha pasado, en muy poco tiempo, en una España moderna y próspera, en un país mejor que el que muchos conocimos, no hay duda. Cada uno de estos hechos, de estas muertes, es diferente, desde luego. Aparentemente, los accidentes de tráfico tienen poco que ver con los otros muertos: no podemos suponer que sean asesinatos o suicidios. Sin embargo, el resultado es el mismo: la muerte real, o la muerte en vida en según qué accidentados con secuelas graves. Más allá de la muerte, el sufrimiento. Un sentimiento de dolor punzante para los allegados, ciertamente, pero también algo más: nadie puede sentir indiferencia ante una violencia social que, presuntamente, debería haberse evitado. Esto no es el Far West, ¿o sí?

¿Qué nos está pasando? ¿Por qué la gente pierde la paciencia en las relaciones familiares, laborales o, simplemente, cotidianas? ¿Qué demonios nos rondan? ¿Cómo se explica tanto accidente de carretera o urbano? ¿Enloquecen por ir deprisa? ¿Son tontos o son malos? Siempre ha habido delincuentes, gente malvada, pero ¿qué sucede cuando un padre o una madre de familia, unos hijos adolescentes o un trabajador corriente se transforman en delincuentes? ¿Es éste el caso de quienes pierden la vida, por ejemplo, en las relaciones de pareja o en la carretera?

Demasiadas preguntas, que todos nos hacemos sin encontrar respuesta, pero que nos sitúan en un clima muy preciso: vivimos en una selva, o eso parece. Y habrá que protegerse con cien candados físicos y mentales. Llevamos tiempo cultivando esta paranoia y estos 10 días de 2006 parecen su confirmación, para qué andarnos con rodeos. Los crímenes familiares de los últimos años muestran que el enemigo también puede estar en casa, las muertes en carretera certifican que el peligro proviene de cualquier hijo de vecino. Y sin darnos cuenta, acabamos por concebir el mundo como una concentración perpetua de delincuentes.

Guardaespaldas, seguridad privada, coches blindados o esos sucedáneos tan exitosos que son los carísimos cuatro por cuatro -concebidos, precisamente, para contemplar la selva sin peligro- muestran que algunos hace mucho que han tomado sus precauciones. Lujo contra miedo: su receta.

Si a eso añadimos otro tipo de paranoias no menos inocuas, como el ver un terrorista en cada extranjero, un independentista resabiado en cada catalán, un centralista furibundo en cualquier compatriota español, un agitador en un librepensador, un competidor en cada colega, un rival entre posibles colaboradores, un rebelde en todo quisque que nos contradiga, un traidor en cada igual, un malintencionado indiscriminado en el interlocutor, un aprovechado en el vecino o un suicida en cada fumador, el clima de la selva se vuelve insoportable: un manicomio en el que sus moradores anuncian cada día el fin del mundo. Cada violencia amplía la paranoia: obscena trampa.

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Vamos a tener que defendernos de esta tendencia a la insensatez colectiva: todo se pega. A más paranoicos, peores soluciones a nuestro dolor real. ¡Hay tantos profetas del fin del mundo! Pero el mundo sigue girando para dejarles en ridículo.

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