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Columna
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Desiertos

Enero nos ha obsequiado con la edición de lujo de dos metáforas colonialistas de permanente actualidad. De un lado tenemos la participación del campeón Carlos Sainz en el rally Dakar, que añade rango a la ilustre competición, que cada año practican, entre sí y contra el desierto, un puñado de valientes deportistas. Noto que algunos automóviles son del modelo tuareg; otra alegoría, la de un tuareg de carne y hueso que ve pasar la máquina y medita acerca de sus posibilidades de conseguir una igual, en cuanto salte unas cuantas verjas, en su camino hacia el norte. A su paso, los equipos reparten propinas y crean eventuales puestos de trabajo (recados, aprovechamiento de basuras, etcétera) entre los lugareños.

Y luego están Ariel Sharon, su ataque y su coma inducido (qué gran idea, se les podría haber ocurrido antes, ¿1945?). Su última encuadernación nos lo muestra como centrista pragmático, parábola viviente de las vicisitudes sufridas por la Hoja de Ruta, o como quiera que se llame ahora la bantustanización de Palestina. Sin embargo, la más poderosa metáfora que Sharon encarna, sin necesidad de adornos, es la del colonialista. Un hombre de 76 años y 115 kilos de peso que no sólo se ha zampado sus comilonas y el sobrante de sus compañeros de mesa; es que se ha comido parte de Palestina y todavía conserva unas granjas del sur de Líbano, recuerdo de un banquete en el que se instaló durante 18 años. Cierto: permitió que sus anfitriones del Beirut cristiano del 82, los maronitas, enviaran a la falange (milicia fundada en el 36 por Pierre Gemayel, que quedó fascinado por las juventudes hitlerianas de los Juegos Olímpicos de Berlín, aquel mismo año; Ariel lo sabía, no tuvo escrúpulos) para despedazar y masacrar a los refugiados de los campos de Sabra y Chatila. El menú, al fin y al cabo, le aprovechaba a él, o eso creía: palestinos escarmentados, palestinos quietos. No fue así, eso nunca ocurre, pisotear la explanada de las mezquitas condujo a una Intifada mucho más dura que la anterior, en la que los muchachos no se limitaron a arrojar piedras al Ejército israelí.

Porque el desierto siempre gana, y la realidad es tozuda. Por lujosas que sean las encuadernaciones.

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