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'Macho, macho man'

Un joven de veinte años, Tony Swofford, bien parecido, refinado, culto, lector de Albert Camus (lo vemos en una secuencia leyendo en el váter El extranjero), alistado en los marines, es elegido entre los francotiradores del cuerpo, la elite del ejército. Será admitido entre los suyos, pero habiendo sido sometido antes a un rito iniciático, a un rito de paso extremadamente cruel como es el de chamuscar su cuerpo con un hierro candente, con una marca de pertenencia. Cuando uno se alista voluntariamente, entonces es que se desea participar en una organización militar. Lo que sus conmilitones le dicen con ese acto brutal es que una vez aceptado el ingreso sólo se pertenece: ya no se puede dejar de ser un Jarhead, un cabeza de bote más. Ya es un macho man, en fin.

Trasladados al desierto fronterizo de Arabia Saudí, Tony y sus compañeros se preparan para entrar en combate. Es por eso por lo que hacen instrucción y afinan su puntería mejorando la exactitud de sus disparos. El francotirador ha de amar su rifle como si de su enamorada se tratara. Más aún: como si fuera su propio cuerpo, una prolongación, un miembro más del que hacer uso, una prótesis patriótica. Estamos a comienzos de los años noventa y Sadam Husseim ha invadido Kuwait: aunque todavía no se ha desatado la guerra del Golfo, es previsible su estallido inminente. La acción de Sadam Husseim ha merecido el repudio de las potencias occidentales y la entrada en combate es predecible.

Tony Swofford ama el cuerpo en el que sirve, allí en donde se da una camaradería de machos en su forma más extrema, y su conversión en un auténtico marine hace de él ese Jarhead, ese cabeza de bote que vive con gozo el embrutecimiento de su alma y la sofisticación de su arma, la pérdida de su pasado civil, esas lecturas de Camus. La espera en el desierto, en un desierto inevitablemente tórrido, se prolonga durante meses: se consumen en la inacción, sin disparar al enemigo, sin matar a nadie, con un sol siempre inclemente. El estallido bélico no mejora las cosas: la habilidad de Tony Swofford y los suyos jamás será aprovechada y las hostilidades cesarán sin que el temible fusil de los francotiradores acabe con la vida de ningún iraquí. Los misiles han hecho el trabajo. Sólo al final los muchachos en una fiesta viril dispararán al aire, al cielo kuwaití, como si de explosiones íntimas se tratara, como si así liberaran retenciones hormonales...

Mientras tanto, en otro continente frío, en un apartamento de Nueva York, dos amantes se entregan mutuamente, con furia libidinosa. Es, "un piso de la calle Cincuenta y Dos Este (...)" y la libación dura "ocho o diez días de enero de mil novecientos noventa y uno". Las calles están cubiertas de nieve y a la vez abarrotadas de automóviles, el frío es insoportable y el presentimiento de desastre es evidente: la guerra se aprecia en la televisión, en la televisión que ofrece un espectáculo de videojuego, y en los rostros adustos de las gentes que pasean por Manhattan. Manuel y Nadia, los dos amantes, "se esperan y se persiguen por las habitaciones del apartamento con la misma incertidumbre ávida con que se buscarían por las calles de una ciudad" y se entregan a evocaciones propias o comunes, recuerdos de un pasado que ahora rememoran a partir de sus concurrencias. El piso es un espacio en el que se da durante esos días "una especie de milagro", una casualidad "que ni siquiera habían solicitado ni esperado, casi desconocidos hasta unos días antes y ahora reconociéndose cada uno en la mirada, en la voz y en el cuerpo del otro".

Tratan de escapar de la amenaza guerrera que se confirma y se revela en la televisión, un estallido que ven inevitable, ajeno y distante, y tratan de huir del frío que los acecha "tras las ventanas cerradas", auténticos bastiones frente a un mundo que parece derrumbarse. Las ventanas les protegen del "viento del invierno", esa gélida corriente que llega hasta los huesos, y les protegen del "rumor como de catarata de la ciudad a la que se asoman muy pocas veces". Por eso, el piso neoyorquino es "el espacio cúbico y cerrado que resume para ellos el tamaño del mundo". No hay más mundo, no quieren más.

"No saben en qué día viven ni lo que ocurre en el mundo. Encienden la televisión y la apagan rápidamente. Ha empezado una guerra muy lejos y cunde en los noticiarios y hasta en los anuncios una histeria de banderas, un patriotismo de exterminio que ellos pueden ilusoriamente abolir con el mando a distancia, fugitivos o supervivientes de un apocalipsis que no los alcanzará si permanecen en el refugio del apartamento (...), desnudos y abrazados, en el interior caliente de las sábanas, tras los cristales y cortinas y las puertas cerradas que los defienden del viento helado y atenúan los ruidos de la calle".

Ni para Tony, que está en el desierto, asfixiándose con un calor inaudito, ni para Manuel y Nadia, que están en el Nueva York nevado y gélido, el conflicto bélico es un hecho realmente tangible, visible... La guerra del Golfo no parece tener lugar, como dijera Jean Baudrillard: al final, sólo es un ejercicio virtual, de misiles de gran precisión, una guerra hecha desde el aire, con bombas, sin que la retaguardia se entere de lo que pasa realmente y sin que las fuerzas de infantería deban entrar en auténtico combate. Tony Swofford no entiende el conflicto posmoderno de la hiperrealidad, aquel en el que no hay cuerpo a cuerpo, aquel en el que tampoco las miras telescópicas de rifles sofisticados sirven para gran cosa. Manuel y Nadia evitan enterarse y no captan, no desean captar, la lógica de una guerra que les es extraña.

Así trata Sam Mendes el conflicto del Golfo en Jarhead, película que vi este último fin de semana, y así lo trató Muñoz Molina en El jinete polaco, que volví a releer este verano pasado... ¿por quinta vez? La espera estéril del marine me recuerda a la calma chicha que Joseph Conrad relató en La línea de sombra, alguien que debe templar sus nervios para madurar si es que sabe esperar. La ceguera voluntaria de los amantes es un motivo literario igualmente repetido, el deseo de no ver, de no sumirse en el tráfago de lo ordinario. Recuerda, qué duda cabe, al Cantar de los Cantares, un homenaje a la lascivia ajena al mundo... Pero, ahora que lo pienso, ambas ficciones, que se me mezclan al escribir sobre ellas, me hacen recordar una incertidumbre que yo mismo viví, aún con treinta y un años, en una circunstancia de cambio profesional, en un contexto de mutación histórica, con un hijo pequeñísimo y con un caos emocional de difícil gobierno.

Lo que son las cosas: hace ya quince años de estos hechos, y ni los periodistas ni los historiadores me evocan los acontecimientos militares: dos creadores de ficciones, que se inspiran en sucesos reales, me detallan los escenarios de esta historia de guerra, de esta historia que también me concierne. Lo que son las cosas: hace veinticinco años yo ingresaba en el Ejército, en aquel Ejército en el que eran frecuentes declaraciones amenazantes de sus jefes, en el que había nostalgia del dictador, en el que quisieron hacer de mí un macho, macho man. Cómo hemos cambiado...

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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