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Columna
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Citar a Unamuno

Da lo mismo lo que digan o pidan sus mujeres, sus hijos o sus nietos. Siempre ha dado lo mismo. La fama de los difuntos (escritores difuntos, en este caso) es patrimonio público. Y los políticos están ahí, siempre han estado ahí, para usufructuar las famas y prestigios ajenos y utilizar los nombres, los hechos y los dichos de los creadores en beneficio propio. Leer a un escritor requiere tiempo, inteligencia, esfuerzo, mucho más de lo que los políticos profesionales están en condiciones de ofrecer.

Leer a un escritor, además, comporta el riesgo de que el escritor escriba cosas con las que el político, cualquier político, por el hecho de serlo, no podría jamás estar de acuerdo. Por eso los escasos políticos que leen de verdad, como el incombustible Manuel Fraga, para evitar disgustos leen a otros políticos: leen a Disraeli, a Castelar, a Churchill o a De Gaulle y, para entretenerse, se aprenden de memoria la guía telefónica de una gran capital (dicen que Fraga lo hizo). Lo que no hace ninguno, aunque lo jure, es leer, por ejemplo, a Unamuno, aunque luego le citen en Salamanca.

La familia de Miguel de Unamuno había rogado a los dirigentes del Partido Popular que no se utilizara, en la polémica sobre el retorno a Cataluña de parte de los fondos del Archivo de la Guerra Civil, la famosa frase que su antepasado pronunció en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936. Nadie les ha hecho caso. Pretender que un político haga caso a un señor o señora particular entra de lleno en el terreno de la pura utopía. Da lo mismo que pidan un semáforo o un poco de respeto hacia un autor difunto. El resultado es el silencio administrativo. Luego vienen las voces y los atropellos. La semana pasada se repitió hasta la saciedad la frase celebérrima: "Venceréis, pero no convenceréis". Faltaban Carmen Polo y el general sin un ojo para completar el cuadro.

Hay que reconocer que Unamuno, como fabricante de frases paradójicas, brillantes y versátiles, no tiene precio. Y a lo mejor por eso los colegas del papa Benedicto XVI decidieron incluirle en el Índice Eclesiástico, que era como la lista de autores y de libros más vendidos en el siglo pasado. Es curioso, muchos de quienes jaleaban estos días la frase del escritor bilbaíno son los nietos de quienes le cesaron como rector de la Universidad salmantina por salirse del tiesto aquel 12 de octubre de infausta memoria. No es menos sorprendente, en todo caso, que escuchar unos versos de Cernuda en el Congreso a un diputado homófobo o una frase de Pla, también en el Congreso, a una señoría que aborrece hasta el pan con tomate. Y lo peor de todo es que esta gente, estos políticos desfachatados, no abonarán un euro en concepto de derechos de autor a los autores que usan de manera abusiva, que citan y no leen y cuya suerte real les hubiera importado lo mismo que el semáforo que no colocan, que el libro que no leen, que la promesa que no van a cumplir.

Ésta vez le ha tocado a Unamuno. Todos pueden citarle. Con todos acabó de muy mala manera. Los unos y los otros le cesaron (primero los hunos y más tarde los otros) como rector de la Universidad de Salamanca. Como decía Max Aub refiriéndose a Heine, "se puede decir de él lo que se quiera. Todos y cada uno pueden reclamarlo. Dijo blanco donde perjuró negro. Rió de lo que después asegurará divino. No dejó a nadie con hueso sano. Estuvo en contra de todo y de todos". En Bilbao es un clásico que casi nadie lee. A los nacionalistas vascos (se supone) les podría matar como el ajo destruye a los vampiros. Los socialistas, hasta el más ágrafo y analfabeto, no necesitan leer ninguno de sus libros, puesto que ya han nacido (se supone) con Unamuno puesto. La derecha bilbaína, por su parte, lee con fruición las obras de Sabino Arana para ratificarse en que el nacionalismo es cosa de racistas, tronados y sinsorgos. Leen también, unos y otros, a Emiliano de Arriaga, autor de un diccionario oligofrénico que nuestro Ayuntamiento reedita cada cierto tiempo. A falta de una estatua en condiciones, un muñeco no sé si de cera, de cartón o de trapo vigila el salón de actos de la Biblioteca municipal bilbaína. Cuando le citan los conferenciantes, Unamuno no tiene más remedio que morderse la lengua de cera, de cartón o de trapo.

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