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Columna
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Y ahora ¿qué?

Las rebajas son tan tristes como la gamba sobrante de la cena de Nochevieja que mostraba el anuncio de la DGT. Los madrileños acudimos desaforados a las tiendas del centro o a los centros comerciales no sólo con el ansia de obtener objetos de saldo, sino de que la orgía no acabe. La lotería del Niño es un pobre sucedáneo de la del 22 y las rebajas son la versión melancólica del banquete consumista de los días precedentes. Es cierto que hoy compramos para nosotros mismos resarciéndonos del esfuerzo invertido en regalar, pero, en el fondo, estamos prolongando desesperadamente el dispendio consentido por la Navidad. Porque después no hay nada.

El regreso al trabajo tras el verano es duro, el tiempo de asueto ha sido prolongado y, casi con toda seguridad, lo hemos aprovechado para cambiar Madrid por las costas o las atractivas ciudades del extranjero. Sin embargo, la nostalgia del fin de la Navidad es superior a la de septiembre. Porque con agosto desaparece un mundo fantástico y gozoso, con sus horizontes circulares, sus paellas y sus siestas, y vuelve el planeta de siempre, rutinario y perezoso, pero nuestro verdadero hogar al fin y al cabo, nuestra auténtica vida. En cambio, la Navidad no nos ha despojado con tanta violencia de nuestro día a día, simplemente lo ha adornado, lo ha colmado de festejos, de reuniones, de regalos y de luces. Y ahora que la Castellana se apaga y los niños vuelven al colegio, redescubrimos una cotidianidad en penumbra, un porvenir sin accesorios, sin extras, una existencia basic line.

Tras la celebración del fin de año, la Puerta del Sol amanece milagrosamente limpia, exenta de los restos de la fiesta, del confeti, del aroma agridulce del champagne derramado. Mientras que el recuerdo del verano es, muchas veces, el combustible que nos propulsa a través del escarpado otoño, la memoria de la Navidad es intolerable. Un caramelo de la cabalgata arrinconado contra la acera, harina del belén oculta tras el aparador, un anuncio de perfume el 10 de enero... Nos guste más o menos la Navidad, seamos familia numerosa o un hermano y dos cuñaos, hayamos prendido de vatios el árbol de enfrente de casa o ni siquiera cuelgue un espumillón de la lámpara de salón, es costoso preferir este tiempo arrasado al de la celebración. Este año hemos tenido la red del fin de semana para amortiguar la caída al vacío del nuevo año. Sin embargo, ya ha comenzado la semana de verdad sin más perspectiva que una Semana Santa aún invisible.

Cuando empezó la Navidad los madrileños nos dividimos entre los que aborrecen los festejos y sus rituales y los que se alegran de encontrar turrón en los supermercados y paquetes bajo los abetos. Hoy es complicado escuchar a alguien aplaudiendo el apagón de las luces de colores y la separación de los familiares. Ningún festejo es perfecto ni capaz de agradar por igual a todos los participantes, pero si en algo une la Navidad es en la desolación ante su fin.

Cuando éramos pequeños el 6 de enero significaba un broche perfecto a las fiestas, una última traca de presentes que cosquilleaba los días precedentes y cebaba de ilusión los posteriores. Pero ahora, no sólo los regalos adultos entusiasman menos, sino que Papá Noel ha restado fuerza a los Reyes. Las rebajas son la boya a la que los mayores nos agarramos para no naufragar en enero como el niño lo hace, o al menos lo hacía, a su coche teledirigido y su Nenuco.

Quizá porque nuestros empleos nos resultan cada vez más insoportables, porque la vida en Madrid es tediosa por el tráfico, el ínfimo tamaño de las viviendas y las distancias que las separan de los trabajos, vamos necesitando de ceremonias que nos evadan o amenicen la rutina. Ya hemos adoptado naturalmente Halloween y quién sabe si no nos americanizaremos aún más celebrando el Día de Acción de Gracias o San Valentín con la pompa con la que lo hacen los yankees, un ejemplo, precisamente, de ciudadanos muchas veces huérfanos de compañía y estímulos.

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Conmemorar la Nochebuena está dejando de ser una opción para convertirse en una necesidad. Ahora que han terminado las pascuas devoramos la posdata de las rebajas, pero inmediatamente después volveremos a estar ávidos de un acontecimiento que engalane y amenice el año. Ni centenarios quijotescos ni aniversarios de Mozart, la cuenta son trescientos cincuenta días hasta la próxima Navidad.

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