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LA REFORMA DEL ESTATUTO CATALÁN | La negociación
Columna
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'Síndrome 17'

Enrique Gil Calvo

Para bien o para mal, este año 2006 que acaba de comenzar va a ser el año de la España plural. Sería para bien si se aprobase un nuevo Estatuto de Autonomía para Cataluña consensuado con todos, incluida la oposición del PP, pues eso lo institucionalizaría de forma irreversible haciendo posible la futura reforma del Senado como cámara de representación territorial. Y será para mal si la negociación fracasa y los grupos catalanes retiran su proyecto de nuevo Estatuto, o si se aprueba un arreglo dictado por los catalanistas sin el consentimiento del PP, con lo que se convertiría en inviable a largo plazo, frustrando así la reforma por consenso de la España plural.

Pero tanto si sale bien como si sale mal, este proceso negociador nos está obligando a poner en tela de juicio el actual desarrollo del Estado de las autonomías. Cuando se han cumplido las bodas de plata de su botadura, no está nada claro cuál es el rumbo al que su deriva nos conduce, si la unión federal o la confederación soberanista. Pero en cualquier caso, no hay duda de que la navegación autonómica resulta incierta, preocupante y problemática. Así lo revela el hecho de que los nacionalistas periféricos deseen cambiar de rumbo mientras el partido en el poder propone refundar la España plural y el partido en la oposición se resiste al cambio, por temor a que el remedio sea peor que la enfermedad: virgencita, que me quede como estoy. Y tanto ruido hace el desarrollo autonómico que a no tardar mucho surgirán como reacción propuestas de involución unitaria.

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Por eso la ocasión parece propicia para discutirlo todo antes de que sea demasiado tarde. Y aquí deseo contribuir a ello planteando una reflexión de calado sobre los efectos perversos de la lógica autonómica. Hace seis días, en estas mismas páginas, el consejero catalán de Justicia diagnosticaba una grave alergia al diecisiete que, según él, aquejaba a todos los críticos del confederalismo. Pues bien, yo también me declaro alérgico al 17 con razones fundadas, pues dividir por 17 los centros de decisión política mientras se multiplican por 17 los órganos de administración ejecutiva tiene unos evidentes efectos perversos, según la teoría de la elección pública.

Descentralizar por descentralizar no es bueno per se. Hay materias en que la autonomía local resulta beneficiosa para todos, como sucede con la educación. Según los expertos en calidad de la enseñanza, cuanta mayor autonomía posean las instituciones educativas (incluso respecto a sus propias autoridades autonómicas), más valioso será el capital humano que generen tanto a nivel personal como colectivo. De ahí la conveniencia de que la educación esté transferida a las autonomías, pues produce efectos benéficos. Pero con otras competencias sucede exactamente a la inversa.

Es lo que ocurre con las competencias en materia urbanística, que están transferidas en exclusiva a las comunidades autónomas en virtud del artículo 148/1/3 de la Constitución. Pero al dividir por 17 las competencias urbanísticas se ha producido una catarata de efectos perversos (boom de la construcción, espiral especulativa inmobiliaria, hipertrofia urbanizadora, destrucción de la costa mediterránea...) que sólo ahora estamos empezando a advertir. Tanto es así que hasta Bruselas se ha visto obligada a intervenir, pero sólo para constatar su impotencia, pues no puede obligar más que a los Estados nacionales, y el español ya carece de competencias en la materia.

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Así que nada de alergia al 17 sino más bien síndrome del 17. Pues según la teoría de los bienes públicos (que el señor Vallès conoce bien, pues es de su competencia profesional), cuando un espacio público carece de regulación común se ve sometido a una lógica de intensificación explotadora que concluye inexorablemente con su agotamiento, según la tragedia de los bienes comunales que Garret Hardin describió ya en 1968 (Science, 162). Es la tragedia del confederalismo que, de momento, está destruyendo el suelo español.

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