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Columna
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Premios

Necesitamos que haya premios para quejarnos de lo estúpidos que son, escribe Louis Menand en un artículo en The New Yorker, en el que comenta los libros The Economy of Prestige, de James English, y The World Republic of Le-tters, de Pascale Casanova. Estamos convencidos de que las obras de creación pertenecen a un mundo autónomo que nada tiene que ver con el mercado, la competición, el dinero o los intereses de grupo y de que la excelencia de una obra de arte se reconoce de forma intuitiva. No es así, pero lo curioso de los premios literarios estriba en que lejos de desmentir esa creencia la refuerzan. No pasa nada porque se refuten los premios, ya que su cuestionamiento refuerza nuestra creencia en la pureza del arte. Cuando en 1987 la novela Paco's Story, de Larry Heinemann, ganó el National Book Award, el premio fue recibido con reparos. Era el año de Beloved, de Toni Morrison, y 48 amigos suyos publicaron una protesta en el Times Book Review quejándose de que la escritora afroamericana no hubiera recibido todavía ningún reconocimiento nacional por su obra. Unos meses más tarde se le concedió el Pulitzer.

Según la ingeniosa opinión de James English, los partidarios de Morrison cruzaron una línea tácitamente aceptada y bien establecida cuando publicaron su protesta. La transgresión no residiría en que hubieran lamentado la concesión del premio a quien no se lo merecía -una queja habitual en los premios y que favorece tanto a éstos como al sistema literario-, sino en que reconocieran que un premio realmente sirve para dar validez a un libro y establecer a su autor. Lo que los amigos de Toni Morrison subrayaron con su protesta fue que existe un mercado literario y que el poder y la autoridad se incrementan para quienes consiguen triunfar en él. La proliferación de premios a partir de los años setenta formaría parte de la lucha por el poder para producir valor, lo que significa poder para conceder valor a aquello que intrínsecamente no lo posee. Curiosamente, el reconocimiento explícito de esa capacidad de validación que tienen los premios, reconocimiento que impugna la creencia de que una obra de arte se halla fuera de toda lucha por ganar o perder, sería una de las causas del relativo desprestigio por el que hoy atraviesan los premios. El arte, sanciona Louis Menand, no recibe su recompensa en el cielo, sino que es una de las cosas que pertenecen a César.

Preferimos pensar que la buena literatura, o el buen cine o la buena música se anuncian a sí mismos, y nos gusta ignorar la cadena de intermediarios que realmente les otorgan valor. Partiendo de las opiniones de English y de Casanova, Louis Menand nos muestra el cambio sustancial operado en la valoración de la literatura y en la consideración misma que los escritores tienen de su oficio gracias a la actuación de los intermediarios y de los premios. En 1984, fue publicada en Nueva Zelanda la novela The Bone People, de Keri Hulme. Pese a que la autora había sido educada en una sociedad anglófona y era maorí tan sólo por uno de sus bisabuelos, la novela fue considerada como literatura maorí, lo que le supuso un inmediato triunfo internacional al poder ser etiquetada de world literature, reconocimiento que no hubiera logrado de haber sido presentada como exponente de la literatura neozelandesa. Antaño, la nacionalidad era algo que cualquier escritor ambicioso deseaba trascender. Un escritor aspiraba a ser reconocido no como un escritor de Nueva Zelanda o de Nigeria, sino, simplemente, como escritor. Hoy en día, la nacionalidad es trascendida hacia abajo. El reconocimiento proviene de la consideración de que una obra pueda ser identificada con una comunidad marginal o en peligro, con la cultura ibo (no con la nigeriana) o con la maorí( no con la de Nueva Zelanda).

En casi coincidencia con las opiniones de James English, Camile Casanova considera que, en contra de una opinión generalizada, la literatura nunca fue nacional, sino global, y que los escritores trataron durante centurias de acercarse a los estándares de la metrópoli. Hoy en día, por el contrario, la estrategia para ser aceptado se habría desplazado de la asimilación a la diferenciación, y la diferenciación implicaría no ser moderno. El reto actual consistiría en combinar elementos de un indigenismo no metropolitano con elementos que un lector metropolitano reconoce como "literarios". Así, una obra actual debe ser un híbrido de heteroglosia posmodernista -múltiples y oscilantes registros discursivos, mezcla de géneros, historias dentro de historias- y de narrativa premodernista -moralidad convencional, simulación de una tradición narrativa oral-. El ideal de un arte autónomo desapareció hace mucho tiempo, concluye Menand. Puede que tenga razón, y hay señales que apuntan en esa dirección, pero uno sigue creyendo en los dioses.

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