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Columna
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Anoche mismo

Ha sido una noche larga. Los niños han dormido con un ojo abierto y el otro cerrado, esperando oír un arrastre de babuchas rematadas en punta, un crujir de capas de armiño polvorientas, porque los magos cruzan un desierto infinito y abstracto, un desierto que tiene los mismos kilómetros cuadrados que la imaginación. Los magos errantes pasaron por aquí, dejaron su mercancía de espejismos codiciados y regresaron a su país de encantamiento, a ese país que queda al oeste de la fantasía, al este del Edén, al norte de los sueños tangibles y al sur de todas las quimeras. Ya reposan del largo viaje anual en sus palacios etéreos y flotantes, sin cartas que leer, sin cajas que envolver en papel brilloso, cruzados de brazos, a la espera de que se renueve a escala mundial el ansia infantil por poseer ingenios fabulosos, muñecos habilidosos y aventureros, héroes de videojuegos difíciles o libros que narren alguna peripecia portentosa.

Según nos cuenta el caballero medieval al que conocemos por el nombre de Sir John Mandeville, autor de un libro de fabulaciones viajeras por las siete partidas del mundo, aunque él jamás se movió de su casa, los magos de Oriente se reunieron en una ciudad de la India llamada Cassak, a 53 jornadas de camino de Belén. Sin embargo, por algún tipo de milagro locomotriz no especificado, llegaron a destino a los 13 días de su salida. Marco Polo, sin embargo, cuenta que, a su paso por Saveh, los nativos de aquella ciudad le aseguraron que aquel fue el punto de partida de los magos. Sea como sea, si los reyes venían de Oriente -según nos asegura san Mateo, que es el único que los menciona en la Biblia-, por fuerza debían proceder de Media, Persia, Asiria o Babilonia, que eran los únicos reinos orientales en que había un sacerdocio de magos en los tiempos del nacimiento de Cristo. Magos y no reyes: hay quien supone que ese rango real se lo sacó la Iglesia de la chistera porque la palabra "mago" contenía matices conflictivos gracias a las diabluras de Simón el Mago, aquel encantador que empezó siendo discípulo de Felipe el Diácono y que acabó de bufón de cámara de Nerón, hasta que san Pedro y san Pablo se hartaron de las arrogancias de aquel fatuo nigromante y, con la fuerza de sus oraciones, hicieron que Simón se desplomase cuando se elevaba en el aire sobre la ciudad de Roma, propulsado por ángeles cómplices, cayendo al suelo malherido de cuerpo y de alma, hasta el punto de que murió a los pocos días de rabia y despecho, según nos cuenta el reverendo Alban Butler en su Vida de los santos.

Leyendas y leyendas y leyendas. Historias que mantienen con la realidad el mismo punto de conexión que los sueños con la vigilia, que la paranoia con la razón. Anoche los niños durmieron poco, expectantes, ligeramente aterrados ante la visita de sus majestades ubicuas, de los magos vagamundos, de los astrólogos obsesionados por una estrella anómala. Durmieron poco porque toda ilusión nos vuelve insomnes, nos ata a la vida, y nos resistimos a ingresar en ese submundo de realidades aleatorias y descoyuntadas de los sueños. Desgarrabas un envoltorio y allí estaba: aquello que pediste en una carta escrita con letra muy redonda y con una ortografía titubeante. Allí estaba. Y el mundo era un milagro. Y el viento de la felicidad soplaba desde el desierto.

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