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Reportaje:

La demostración de la conjetura de Kepler

Un matemático logra desentrañar un problema planteado por el genio alemán hace cuatro siglos

A nnals of Mathematics, posiblemente la mejor revista matemática del mundo, ha publicado el pasado noviembre la demostración obtenida por Thomas Hales de una famosa conjetura formulada por Kepler hace cuatro siglos. Que el autor del problema sea un afamado científico y que haya transcurrido tanto tiempo en resolverse lo asemeja al Último Teorema de Fermat, con el que también comparte la sencillez de su enunciado; el tener una historia rica en resultados parciales, incluyendo varias demostraciones falsas o incompletas; el que Hales, como hiciera Wiles en el caso del Fermat, haya dedicado más de seis años a perfilar la solución y, además, el haber sido publicadas ambas demostraciones en los Annals.

El desafío involucra todas las maneras posibles de disponer bolas en el espacio
¿Estamos en el umbral de una nueva era en la que las máquinas probarán los teoremas?

¿Cuál es la manera más eficiente de empaquetar esferas del mismo tamaño? En esta pregunta, engañosamente sencilla, radica el enigma propuesto por Kepler. Es claro que al disponer bolas en el espacio quedarán siempre intersticios y un empaquetamiento denso minimizará el volumen que resta fuera de ellas. Un ejemplo notable se construye disponiéndolas inicialmente sobre un plano, tangentes entre sí y formando hileras intercaladas, que crean una densa capa sobre la que podemos apilar las nuevas esferas colocándolas entre cada tres tangentes de la formación inicial. Iterando con cuidado este procedimiento, arriba y abajo de la primera capa, obtendremos un empaquetamiento periódico que, en cristalografía, recibe el nombre de red cúbica centrada y que aparece ilustrado en la manera habitual como disponen los fruteros la oferta de manzanas y naranjas. Es fácil calcular su densidad (0.74...), que Thomas Hales ha demostrado ser insuperable: no importa cómo llenemos el espacio con esferas, la densidad será siempre menor o igual que la alcanzada por la red cúbica centrada.

El problema fue sugerido a Kepler por un marino que deseaba estimar el número de balas de cañón que almacenaban los buques enemigos en su cubierta. Pero en 1611 no podían imaginar que el diseño de buenos empaquetamientos haya resultado ser ahora tan relevante en la tecnología de la información, tanto para enviar señales por un canal ruidoso sin perder calidad, como en los códigos que nos garantizan la fidelidad del sonido de un disco compacto.

Nosotros podemos bromear también con la perspicacia de los fruteros, pero ello nos distraería de la cuestión importante, es decir, del gran desafío a la mente humana que planteaba la conjetura, a la que había que atacar porque estaba ahí, como dijo E. Hillary sobre la escalada del Everest. El desafío es tremendo, casi de vértigo, pues involucra todas las maneras posibles de disponer bolas en el espacio: ¿cómo empezar siquiera semejante tarea?

Si se tratara sólo del caso periódico, entonces la escalada es más fácil y el gran Gauss, a mediados del siglo XIX, ya pudo realizarla. También podemos rebajar la dimensión y hacernos la pregunta análoga para círculos del plano: en torno a 1960, el matemático húngaro Fejes Toth encontró la respuesta correcta, que resultó ser la versión bidimensional de la red cúbica centrada. Pero en tres dimensiones es mucho más difícil: en un empaquetamiento, cada esfera tiene asociada una celda de influencia, formada por los puntos del espacio que están más cerca de su centro que de los de las restantes esferas. El cociente entre el volumen de la esfera y el de su celda de influencia es la densidad local del empaquetamiento. Resulta que, en dimensión dos, las celdas de mayor densidad local son hexágonos, con los que se puede teselar el plano. En el espacio las celdas de la red cúbica centrada son dodecaedros rómbicos. La celda local más densa, sin embargo, es el dodecaedro regular, pero con ella, como bien saben los cristalógrafos, no se puede teselar el espacio. Esta discrepancia entre la solución óptima local y la global es una de las razones por las que el problema de Kepler ha resultado tan difícil.

El artículo de Hales consta de unas 120 páginas de matemáticas convencionales. Pero depende de un programa informático que analiza cerca de 5.000 casos residuales, para los que hay que optimizar funciones de más de 200 variables. Después de varios años de trabajo la comisión de expertos a quienes Annals encargó la revisión del artículo ha tirado la toalla, sintiéndose incapaz de escudriñar todos los detalles en un tiempo razonable; tarea que han comparado con la de cotejar, uno por uno, la veracidad de todos los datos del listín telefónico de Nueva York. Empero, el comité ha llevado a cabo el número adecuado de comprobaciones para poder sostener su fe en la corrección de la prueba con, según dicen, un 99% de probabilidad. Pero, ¿es eso suficiente?

Una demostración matemática es una cadena de razonamientos, a veces muy larga, que nos llevan desde una hipótesis de partida hasta una tesis de llegada y que es susceptible de ser engarzada por todo aquel que posea el tiempo y el entrenamiento adecuados. Pero éste no es el caso de la prueba de Hales. El dilema de Annals es tremendo y su solución ecléctica quizás no satisfaga a muchos: publica la parte que se ajusta al arquetipo tradicional, pero añade un comentario editorial advirtiendo de que la prueba depende de un programa que aparecerá en otra revista especializada en computación. Los editores señalan que estamos ante un caso de aproximación de las matemáticas a la práctica de las ciencias experimentales, por cuanto la verificación de la parte informática hay que hacerla con los criterios con los que se valida un experimento, pero no con los tradicionales de las matemáticas.

Annals es una centenaria revista bimensual editada en Princeton (EE UU) conjuntamente por la Universidad y el Instituto de Estudio Avanzado. Los requisitos para aparecer en sus páginas son muy estrictos: ha de tratarse de un resultado relevante demostrado con técnicas originales. No es de extrañar que publicar en Annals sea objeto del deseo para los matemáticos y que traten de lograrlo con sus resultados mejores.

La demora entre la llegada y la publicación de un artículo oscila en torno a los dos años, pero ése es un dato que Annals comparte con otras revistas, que no son ya tanto un instrumento de comunicación, puesto que los resultados circulan antes por la red, sino una garantía de calidad. Ésa es ahora la principal razón de ser de las mejores revistas. Pero éstas son una minoría; la mayoría tienen criterios mucho más relajados: tanto, que sus publicaciones son con bastante frecuencia un mero y prescindible ruido.

A diferencia de la demostración del Teorema de Fermat, que ha requerido el fecundo ingenio matemático contemporáneo, creo que la prueba de la conjetura de Kepler, sin desmerecer con ello el trabajo de Hales, hubiera podido llevarse a cabo hace siglos de haber contado con los medios de cálculo que tenemos ahora a nuestro alcance. ¿Significa esta demostración que estamos en el umbral de una nueva era en la que las máquinas se encargarán de probar los teoremas? ¿Son los matemáticos una especie en extinción?

Sinceramente creo que la respuesta es un rotundo no, aunque sea un lugar común afirmar que el ordenador es un instrumento valiosísimo, una ayuda casi imprescindible, en la investigación actual. Pero es posible, y yo diría que muy deseable, que las máquinas se encarguen en el futuro de tantos desarrollos rutinarios y tantas demostraciones clónicas que mantienen ocupados a demasiados matemáticos quienes, incansables, publican obviedad tras obviedad. Llenando sin cesar, con mutuas referencias, el registro de esa grotesca casa de citas que tiene su sede en Filadelfia. Liberados por las máquinas, podrían estos artistas, siguiendo el buen ejemplo de Wiles y Hales, dedicar sus esfuerzos a resolver problemas realmente difíciles e interesantes que tengan luego cabida en Annals of Mathematics.

Antonio Córdoba Barba es catedrático de Análisis Matemático (Universidad Autónoma de Madrid)

Johannes Kepler.
Johannes Kepler.

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