Años dobles
Los años se van volando. En un visto y no visto. A fuerza de costumbre, uno aprende a no lamentarse de esa velocidad, aunque no puede evitar sorprenderse de ella, de esa prisa incorregible del tiempo, que es nuestra gran abstracción y nuestra gran paradoja: lo que nos hace y lo que nos destruye, lo que nos da todo para al instante quitarnos todo. Cada momento futuro es un espacio vacío. Cada momento pasado es una nebulosa. En nuestro afán por ordenar el tiempo, por darle una lógica a su progresión, hemos inventado las milésimas de segundo, los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses, los años, los siglos, los milenios... Visto así, el tiempo parece un mecanismo, aunque en realidad se trata de un magma extraño: algo que fluye en torno a sí mismo, eterno y fugaz, inamovible y cambiante, perceptible y fantasmagórico... Creo yo, no sé, que nos hemos quedado cortos en la medida de los años. A fin de cuentas, 365 días no son nada, porque, entre cosa y cosa, entre deberes y ocios, entre horas de sueño y horas muertas, entre días de lluvia y de especial ajetreo, se nos van de las manos como el agua misma. Habría que modificar ese error de cálculo y al menos duplicar la duración de los años, de modo que durasen 730 días, que es ya una cantidad respetables de jornadas, lo que nos evitaría el tener que quejarnos cada año de lo rápido que se van los años, de lo rápido que se nos va la vida. Habría también que eliminar los años bisiestos, como es lógico, porque no está la cosa como para perder ni un solo día, esos días espectrales de los febreros mutilados.
Con esos años de doble duración, las fiestas navideñas, pongamos por caso, resultarían más llevaderas: una indigestión el 48 de diciembre, una resaca motivada por las celebraciones del 62 de diciembre y un ataque de angustia por los regalos que aún te faltan por comprar a la altura del 12 de enero por la mañana, porque has dejado esa pesadilla ilusionante para última hora. Pero ya no tendrías que repetir hasta 24 meses después, que es un plazo prudente para que un organismo adulto se recupere de la ingestión de las grasas animales que sirven de base a los polvorones y mantecados, de los gases del cava, del ácido úrico que aporta el marisco y del chute de glucemia que provocan las 12 uvas tomadas a toda prisa, como si en vez de acabarse el año se fuese a acabar el mundo. No sé, sería cuestión de que las autoridades se pusieran de acuerdo en cambiar el calendario, porque así no nos quejaríamos tanto de la velocidad del tiempo, de la fugacidad de la vida, del ilusionismo vertiginoso en que consiste el vivir.
Años de 24 meses. Meses de al menos 60 días. Semanas de 336 horas... Qué larga se nos haría la existencia. Qué larga. Un solo cumpleaños cada 24 meses. Una sola declaración de renta cada 24 meses. Un nuevo propósito de dejar de fumar a principios de año cada 24 meses. Un chequeo médico cada 24 meses. Elecciones cada 96 meses. Y así sucesivamente. "¡Qué largo se me ha hecho este año!", exclamaríamos entonces, y alimentaríamos de ese modo una vaga ilusión de inmortalidad, de haber domado al tiempo, de haberle dado un parón. Espejismos, sí. Pero, ¿de qué modo combatir un espejismo si no es con otro? Feliz año normal, en fin. De 12 meses. De los rápidos. Y que dure.
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