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La deteriorada conciencia cívica de Bush

En estos momentos, el legado político de George W. Bush parece estar bastante definido por tres desastres distintos: Irak, en política exterior; Katrina, en bienestar social, y la influencia de las grandes empresas en las decisiones fiscales, presupuestarias y de regulación. Como consecuencia política a corto plazo, posiblemente nos libremos de tener a otro Bush de pocas luces en la Casa Blanca. Pero lo que la dinastía Bush ha hecho a la ciencia de las campañas presidenciales -los protocolos mediante los cuales los estadounidenses eligen a sus presidentes en la era moderna- supone un legado político que podría perseguir a la república durante años. Ahora estamos soportando a una tercera generación de Bushes que han adoptado el libro de instrucciones de los "implacables" Kennedy y lo han ampliado hasta convertirlo en un código coherente de amoralidad, tanto en tácticas de campaña como en el ejercicio del gobierno.

En sus campañas, los Kennedy utilizaban dinero, manipulación de la imagen, redes de viejos amigos y, cuando era necesario, ataques personales contra adversarios dignos como Adlai Stevenson y Hubert Humphrey. Pero había también una sólida base de conocimiento y propósito que sustentaba el sofisticado internacionalismo de John Kennedy, su iniciativa sanitaria Medicare, su tardía devoción por la justicia racial, y la oposición de Robert Kennedy al gansterismo empresarial y sindical. Al igual que Truman, Roosevelt y, sí, incluso Lincoln, dos generaciones de Kennedys creyeron que podía tolerarse un cierto grado de trapacería política siempre y cuando estuviera al servicio del altruismo. Detrás de George W. Bush, hay cuatro generaciones de Bushes y de Walkers dedicados primero a utilizar redes políticas para amasar y proteger sus fortunas personales y, últimamente, a valerse de absolutamente cualquier medio para lograr un cargo, no porque quisieran hacer el bien, sino porque son lo que en Estados Unidos pasan por ser aristócratas hereditarios. En resumen, George W. Bush está situado en la cima de una pirámide de privilegio cuya historia e importancia social él casi seguro no entiende, dada la animosidad que muestra por el pensamiento académico.

Éste es el panorama general, tal como ha sido dibujado de la manera más efectiva por el analista político republicano Kevin Phillips en Dinastía americana. Desde 1850, la familia Bush, por medio de alianzas con el clan más inteligente de los Walker, acumuló una fortuna basada en los fundamentos clásicos de los capitalistas explotadores: ferrocarriles, acero, petróleo, banca de inversión, armamento y material bélico en las guerras mundiales. Tenían vínculos con las familias más ricas de la era industrial: Rockefeller, Harriman, Brookings. Pero nunca adoptaron la ética benéfica, de servicio público, que se desarrolló en esas familias. Empezando por la alianza del senador Prescott Bush con el presidente Eisenhower y siguiendo por la obcecada lealtad de su hijo, George H. W. Bush, hacia dos políticos de más talento, los presidentes Nixon y Reagan, la familia ha desarrollado la regla primordial de prosperar. En una campaña ha de adoptarse, si funciona, cualquier compromiso, por muy falto de principios que sea, y cualquier ataque contra un adversario, por falso que sea.

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El paradigma en su forma más pura se vio cuando el primer presidente Bush renunció en 1980 a su creencia de toda la vida en el derecho al aborto para poder presentarse como vicepresidente de Reagan. Hasta hoy, cualquier mención de esta claudicación de principios enfurece a Bush padre. El hijo superó al padre en los jugueteos con las cortezas de cerdo y la música country. Por conveniencia y, lo que es más aterrador, también por convicción, hizo suya toda la filosofía de la América blanca e inculta de los Estados rurales sureños en relación con el aborto, el control de armas, y Jesucristo. Antes de los Bush, los eslóganes políticos de la izquierda y la derecha en Estados Unidos encarnaban al menos una pizca de verdad acerca de cómo gobernaría un candidato presidencial. La promesa del mayor de los Bush de un Estados Unidos "más amable, más suave", y el "conservadurismo compasivo" del más joven nos trajeron el eslogan político como pura desinformación. Estaban reivindicando una idea de noblesse oblige totalmente ajena a su historia familiar.

Pero ya fuera Bush padre alcahueteando o Bush hijo rezando, la concesión política oculta es la misma. Los Bush creen en dejar que el populacho controle las restricciones sociales y religiosas que emanan de Washington, siempre y cuando sea Wall Street el que decida qué pasa con el dinero de la nación. El Partido Republicano como institución nacional ha apoyado este compromiso. Lo que no sabemos aún es si el viejo gran partido será lo suficientemente sórdido como para llevarlo adelante sin un Bush al frente. Desde los tiempos en que hablaban de hacer rey a George Washington, los estadounidenses han tenido una actitud ambivalente hacia sus aristócratas. También han creído que la política sucia tiene su origen en maquiavelos populistas como el gobernador de Luisiana, Huey Long, y caciques urbanos como el alcalde de Chicago, Richard Daley. Los Bush, con mentores como Rove, Cheney y Delay, han vuelto del revés esa expectativa histórica. Ahora, nuestra desviación política se va derramando gota a gota, sin descanso, desde arriba. La próxima elección presidencial será un examen nacional de si la mancha de las tácticas bushianas dura más que el que probablemente sea el último miembro de la familia Bush que ocupe la mansión presidencial.

En 1988, el primer presidente Bush se aseguró el cargo describiendo falsamente a su adversario como alguien que consentía a los asesinos y a los violadores. En 2000, el actual presidente Bush logró la candidatura acusando a John McCain de oponerse a la investigación contra el cáncer de mama. En 2004 ganó con una andanada de mentiras sobre el historial de guerra de John Kerry. Con el liderazgo adecuado -el tipo de presidentes con defectos pero con principios que han ido aderezando su historia-, Estados Unidos puede parar el derramamiento de sangre en Irak, recuperar su reputación en el mundo, evitar las crisis en la sanidad y en la seguridad social e incluso llevar ayuda a la Costa de Golfo. Pero no se trata simplemente de evitar que Bush y sus seguidores, con su deteriorada conciencia cívica, lleguen a la Casa Blanca. La próxima campaña presidencial nos mostrará si estos inescrupulosos patricios han envenenado el pozo del sistema de campañas presidenciales. En ese caso, no habrá forma de saber qué clase de presidente vamos a tener.

Howell Raines, periodista, fue director de The New York Times. Traducción de News Clips.

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